Estaba, en buena compañía, conversando, sentando en un banco de piedra, en el borde de un lago, o tal vez un estanque. En el lugar en el que trabajo (una universidad). Era de noche, un lugar absolutamente solitario, poco o nada iluminado. Con árboles y matas diversas, seres verdes y marrones los troncos (aquí el verde domina realmente, como un monocromo, con pequeños destellos de color en ocasiones: sería bonito pintarlo, no pintar nada en concreto, sino el paisaje en general, el Stimmung del paisaje). También faroles y edificios, evidentemente. Pero que en ese momento parecían estar dispersos entre los árboles, la ciudad metida en el bosque, como una parte más, aunque especialmente fea, tosca, tontamente artificial. Una ave del estanque, no sé cuál (soy completamente ignorante en zoología y botánica), empezó a llamar, o a cantar, a comunicarse en cualquier caso. Era un canto estridente, como mecánico a su manera, pero al mismo tiempo muy bonito, como una música realmente. Otra, otras respondieron a lo lejos, con cantos semejantes, debían de pertenecer a la misma especie. Un animal no identificado (tal vez una mofeta) apareció por ahí, se acercó y subió al tronco del árbol más cercano al banco. Luego bajó y se alejó por el mismo camino. También apareció por el caminito que lleva a la biblioteca otro ser pequeño, del tamaño entre una rata y un gato, también no identificado, que marchaba despacio sobre sus cuatro patas. Luego pasó un gato. Recordé uno de los textos más bonitos que nunca he leído. Lo leí, cuando realmente lo leí, después de leer un ensayo de un profesor bastante maravilloso que tuve, un ilustre desconocido, y que tenía un gran y raro talento para conseguir, cuando trabajaba sobre algún texto de pensamiento, que uno lo leyese después con otros ojos, que escuchase mejor lo que decía, como haciendo escuchar la música, como si leer un texto fuese como leer una partitura, y hubiese entonces personas capaces de notar todos los más ligeros armónicos cuando la interpretan: como si las palabras fuesen la música que rodea a un pensamiento, es decir a una energía humana inmaterial. Trátase de “La isla desierta”, cuyo autor es Gilles Deleuze, un filósofo francés, que vivió no hace mucho en el mundo, y cuyo modo de sentir aún sigue vivo en los textos, aunque muy escondido y lejos de las interpretaciones oficiales, de la gente que lo usa para categorizar cualquier cosa, o de los que directamente lo pervierten para sus mediocres ambiciones personales. Es curioso, dicho sea de paso, cómo en España, no sé si incluso más allá, cuando uno ve a esos marxistas y demás quejarse de lo “posmoderno”, uno siente todavía viva la vieja querella con los “afrancesados”, esos liberales, libre-pensadores, libre-vividores, que tenían la idea insensata que la Revolución Francesa podía también, quién sabe, producir algún efecto en los reinos de España. Es curioso también cómo ahora, con nuestra revolución delicada, “posmoderna”, vaporosa, molecular, y poderosísima, que se llamó 15M, se haya invertido la situación, y ahora sean nuestros queridísimos vecinos quienes tienen mucha dificultad en entender algo de lo que ocurre ahora, pues cuando no hacen revoluciones no es que sean un pueblo muy acogedor, y se han vuelto en las últimas décadas más sordos que una tapia. Y que haga falta algo como Podemos para que entiendan algo, es el colmo. Lo que no hace, en relación con el primer punto de la querella con los “afrancesados”, sino confirmar una intuición de hace tiempo: que el modo de vida actual en nuestro país, y el carácter general de la vida pública y social, no nació en la “transición”, ni tras el golpe de Estado del ejército de Franco, sino en el siglo XIX, entre la guerra de resistencia contra las tropas de Napoleón, y la formación del movimiento anarquista. De ahí que las élites en nuestro país hayan siempre preferido a los ingleses o los alemanes, gente seria, que no pierde el tiempo con tonterías, con espíritu de mando, amante de las jerarquías: lo contrario de nuestro pueblo vago, amante de la vida, artista y rebelde. Pero vuelvo a mi hilo principal. Ese texto maravilloso sobre el que quería seguir reflexionando ahora, y sobre el que comencé a reflexionar en el parque universitario durante esta noche de verano, por qué es tan maravilloso así, uno se puede preguntaar. Deleuze habla en él de Robinson, quien parece que naufragó y apareció en una isla desierta, pero en realidad se trasladó, se mudó a una isla desierta. Transformar un naufragio en una mudanza, eso es el triste producto de una imaginación burguesa. Lo que parecía un ensayo de retomar contacto con el magnífico hombre natural del que habló Rousseau, fuera de las estupideces de la sociedad, se volvió una mezquina, pero muy mezquina colonización burguesa. Robinson llevó incluso con él a Viernes, su sirviente, pues evidentemente él no se iba a ocupar del trabajo manual, y es siempre bueno tener al lado a alguien a quien dar órdenes, manteniendo en buena forma el pequeño espíritu machirulo militar, aun sin ninguna guerra a la vista. Probablemente Daniel Defoe escribió una sátira. Pero esa sátira muestra, según Deleuze, una cosa esencial: cómo la sociedad burguesa habita el mundo. Esa civilización es sorda, imbécil. No tienen ni idea de lo que es una isla desierta. No ven que la naturaleza, la vida entera, lo que somos, está por entero también y especialmente en una isla desierta. No ven toda la vida que hay en una isla desierta, no ven que cualquier pedazo de la tierra nunca es un desierto. Esa civilización transforma la isla desierta en desierto, porque no entienden, no comprenden, porque no escuchan en absoluto a la naturaleza. Pero ni siquiera los desiertos son desiertos, es decir, ciudades gobernadas, desiertos con gente. Solo algunas personas la escuchan, a la voz de la naturaleza, siempre individualmente. No sabemos habitar como individuos, no sabemos escuchar a la naturaleza. La naturaleza, es cierto, no nos da ningún mensaje ni nos trae ninguna palabra nueva, ni ninguna nueva fe con la que embrutecerse. Se parece más a la música que a las palabras: es solo una voz, siempre múltiple, heterogénea, compleja: pero con la que bailamos. También formas, colores, infinitamente variados, de una riqueza indescriptible. Cuando ya no hay más vida social, la naturaleza vuelve, la vida de todo lo que existe y está vivo, y el hombre también, el pensamiento, en el que se reflejan los sonidos de la naturaleza, los transforma en palabras, como hacen los poetas. Vivir en una isla desierta, llena de individuos, sueño de una noche de verano.
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