Recordé, antes de comenzar a escribir esto, unas frases que escuché de Hannah Arendt recientemente. Ella decía que nunca estuvo interesada en convencer o influenciar a nadie, en tener un peso en los debates políticos de la actualidad, etc. Le parecía esa una visión excesivamente macho del oficio del “intelectual”, o más bien del trabajo del pensamiento: siempre tratar de ejercer un poder, incluso en los debates de opinión. Ella afirmó al contrario escribir no para influenciar a nadie sino para comprender ella misma. La filosofía es en ese caso una vuelta a sí, pero también trata de construir un reflejo puro del mundo, un espejo. Y si otras personas concuerdan con esa comprensión, eso le hacía sentir a Arendt que estaba en casa: no en Alemania, en Israel o en Estados Unidos, sino que vivía en un mundo humano, un mundo formado por semejantes. Estar en casa, se dice en alemán “Heitmat”. Y los refugiados, como ella, eran llamados “heitmatlosen”, sin patria. Así, el pensamiento no es producto del deseo de influenciar a los demás, sino una práctica de hacer de cualquier lugar una casa, de cualquier pedazo de tierra hostil un mundo humano. El pensamiento, en este sentido, produce exactamente lo que llamamos en política una “okupación”. Aunque esta actitud de Arendt nos recuerda, precisamente, que cuando okupamos un espacio no es tanto para influenciar sino para comprender. Tratamos de organizarnos para darnos los medios materiales que nos permitan pensar en la situación. Pensar en común, es decir, asambleados. Y cuando pensamos en común, construimos un mundo: un mundo en el que el valor de cambio no tiene ninguna importancia, en el que se trata de acabar con todas las formas de la explotación y de la división del trabajo, en el que se afirma con toda la fuerza posible la igualdad entre cualquier persona y cualquier otra, y se lucha por extraer en la práctica todas las consecuencias posibles de esta afirmación, desde la propia organización de las deliberaciones en las asambleas. Hace poco escuché en la radio a Chantal Mouffe, hablando sobre Nuit Debout. Para quien no la conozca, es una teórica del nuevo populismo, escribió un libro famoso con Ernesto Laclau. Hacía una oposición interesante: entre lo que llamaba una política asociativa y una política disociativa. En la primera clasificaba, evidentemente, toda la secuencia de los últimos años de ocupaciones de plazas públicas, entre Tahrir y République. Ese tipo de política está centrada en la tentativa de construir un común, precisamente, tanto material (la acampada) como político (las asambleas): de organizar la vida en común, de deliberar en común y de llevar a cabo acciones en común. Ella decía que este tipo de política no se posicionaba contra cierta forma de comprensión dominante de la democracia, según la cual lo importante es producir un consenso de gobierno. Sino que compartía la misma idea de la democracia consensual, sólo que pensaba que el problema es que esta democracia consensual no era real, y que entonces lo que había que hacer era producir un consenso democrático real. Un sueño no se sabe si más pueril o demencial: que el pueblo entero llegue a algún consenso sobre la vida en común. Lo que había que practicar, según Mouffe, frente a este tipo de política asociativa (que no despreciaba, sin embargo, pues había producido una “politización”, muchas conciencias se habían despertado gracias a ella, etc.), era una política disociativa. Una política que abandone esos delirios de consenso universal, y afirme valientemente que la política es antagonismo, que el problema precisamente es el consenso, y que lo que hay que producir son más conflictos. Por otra parte, esa política disociativa es una política claramente institucional. El problema no es la “democracia representativa”, sino que la democracia que existe no es suficientemente representativa. Hay que introducir un conflicto en la representación, para producir... ¡una democracia representativa real! Pues sin conflicto, sin antagonismo, como todos los autores de tragedias y de telenovelas saben, no hay drama, no hay acción, y sin drama el espectador no se interesa por lo que es puesto en escena, y puede llegar a querer otra escena, otra política en la que él tenga algo que decir. Hay que hacer una política aristotélica, que no descuide las pasiones de los espectadores sino que se dirija a ellas. Así sería posible revitalizar la democracia representativa, para dividir desde ahí desde nuevo a la sociedad, que el pueblo se apasione por sus líderes, y quién sabe si así volveremos a ver una gran política, si no comunista al menos algo socialdemócrata. El problema es que Aristóteles era precisamente un pensador de lo común, que pensaba que el objeto de la política era el bien común: eso sí, un bien común completamente jerárquico y conservador, un buen común patriota, propietario y macho. Y la función de la tragedia purgando las pasiones populares era precisamente hacer aceptar ese consenso. Brecht y muchos otros trataron de romper con eso, y de pensar un teatro para una nueva era. Pues hay toda una serie de consensos completamente consensuales que la política disociativa acepta: las instituciones republicanas son inmejorables, los gobernantes son racionales mientras que el pueblo es pasional, el pueblo dividido no funciona sin partido, etc. Y hay toda una serie de consensos que la búsqueda que a tantas personas parece tan delirante y tan pueril de un consenso universal rompe: el principal de ellos, que la gente común o el pueblo son incapaces de pensar, de entender su situación o la situación de un país, y de organizarse para tratar de transformar esa situación. Pues la así llamada política disociativa acepta el consenso principal, fundamental, el ultraconsenso: que las palabras solo tienen un sentido. Que la institución es la institución, el parlamento es el parlamento, un pueblo es un pueblo, la democracia es la democracia, el gobierno es el gobierno. Así la política disociativa en realidad acaba con la división que trató de introducir en el mundo su más antiguo inspirador: Marx. Quien afirmó que el comunismo no podía ser el mismo mundo que el capitalismo; quien a partir de ahí analizó, cuando escribió sobre la Comuna de París, que los proletarios al hacerse con la máquina del Estado aprendían que no bastaba con tomar los viejos puestos de mandos, sino que había que transformar esa máquina por completo. En cambio, quienes tratan de practicar una política asociativa ponen en práctica, aunque sea de una manera incoativa y precaria, la posibilidad de otro mundo, de un mundo político de las personas comunes y anónimas que se sustrae al viejo mundo aristotélico de los dramas de los grandes, a los que el pueblo asiste con temor o esperanza. Y prácticamente ninguna voz oficial, ninguna voz que ya tiene su lugar en el viejo mundo, aunque sea en el viejo mundo de la izquierda, considera este hecho, ni otorga ninguna confianza a las personas que tratan de experimentar una asociación pública y popular de un nuevo tipo. Cabe preguntarse al menos si esa oposición rígida entre una política asociativa y una política disociativa nos permite entender algo de hoy, y si no habría que pensar las cosas de un modo un poco más dialéctico. El 15M okupó durante algunas semanas la Puerta del Sol, haciéndola funcionar de otro modo, hasta desbordarse y disolverse. Los nuevos partidos y colectivos han tardado mucho menos en disolverse (¿un día, una hora, un minuto, un segundo, cuánto fue realmente?) en el funcionamiento normal de las instituciones del Estado. Uno incluso podría llegar a pensar que, a pesar de las incomodidades que presentan desde un punto de vista burgués, las plazas son un lugar increíblemente más acogedor que las instituciones, si uno lo que quiere realmente es transformar el mundo, evidentemente, y no simplemente tomar el poder.
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