Yo no voy a votar mañana. Y no es porque pretenda practicar alguna abstención activa, pues sé que mi “acción” de no votar no va a tener la más mínima repercusión: apenas figurará en una estadística anónima, diluyéndose en el porcentaje, muy elevado por lo que parece según las encuestas, de todas las personas anónimas que no van a votar mañana (todos esos imbéciles que “se quedan en su sofá”, según la expresión reciente de un candidato de un partido de izquierdas), y dejará las cosas como están, en cuanto a los repartos de poder de los diferentes partidos. Tampoco soy un militante de la abstención, ni me parece que siempre la elección sea necesariamente, como dijo Sartre, “une piège à cons”. Aunque tampoco soy, desde luego, un militante del voto. Realmente si no voy a votar es, creo, porque me resulta bastante indiferente el hecho de votar o no. Y además, viviendo como vivo ahora en un país extranjero, hace falta una gran determinación de votar para cumplir con el conjunto de trámites burocráticos que se requiere para hacerlo (y que en algunos casos ni siquiera aseguran que uno va a poder votar finalmente: ver sobre esto lo que denuncia la Marea Granate). Así que la ausencia de determinación, en el extranjero, le arroja a uno automáticamente al no voto. Pero aunque no vaya a votar eso no significa, creo, que la política me resulte indiferente, sino lo contrario. Y eso es lo que me gustaría argumentar, si puedo. Ya que se me acusa de ser uno entre tantos de esos imbéciles que se quedan en su sofá, creo que tengo derecho a defenderme. Ahora, está claro, vivimos tiempos de fiebre electoral. Es difícil no ceder a ella, especialmente en el ciclo que comienza ahora con estas europeas, en el que han aparecido varios nuevos partidos, y parecería entonces que esta vez sí hay alternativa, y que uno puede colaborar en que se vaya conformando poco a poco, en paralelo al crecimiento de estos partidos, una hegemonía social nueva. Además, el movimiento “social” autónomo, o en fin, las alternativas radicales a la política electoral, parece que están en horas bajas, tras su irrupción espectacular en el 15M. Todo este tipo de argumentos, repetidos una y otra vez en estos días, me parecen realmente convincentes. Todos parecen exigir la decisión de votar por uno de los nuevos partidos. Y entiendo perfectamente a la gente que lo hace, lo comparto y me alegro. Pero aún así, yo no voy a votar; y esto, incluso, aunque ahora mismo no vea muy claro qué más se puede hacer a un nivel colectivo. Por eso sólo quiero argumentar un poco, aunque sea para mí, mis razones para no votar, de un punto de vista completamente “individual”, o más bien, desde la soledad. Recuerdo, durante el 15M, la reacción común y habitual cuando uno de los que ahora son líderes de uno de los nuevos partidos cogía el megáfono en una asamblea: “ya volvemos con las viejas arengas”... Permanece para mí muy vivo el rechazo y el aburrimiento que provocaba esa manera de concebir la política, toda esa retórica vacía, separada de la acción. Cuando aparecía, era como un paréntesis en un proceso que no tenía absolutamente nada que ver con eso. Según puedo entender, los partidos políticos no expresan ni representan a los movimientos sociales: ponen en marcha otra idea de la política. Es una idea según la cual lo que hay que hacer es despertar, concienciar, educar, hacer que la gente espabile y se levante de su sofá. En el fondo, se basan en la idea de que siempre que se actúa se sigue a alguien: se basa en el desprecio. En Podemos, hay que seguir a la figura mediática; en el Partido X, a los expertos. Eso no lo puedo compartir, pues en ocasiones he visto lo contrario, he visto que la gente no seguía a nadie sino que comenzaba por sí misma, en el 15M por ejemplo. Pero estos partidos son contradictorios, pues también mantienen una confianza en la gente. Y eso es lo que ha dado esperanzas a muchas, en un momento bien difícil. Esto es importante y merece respeto. El problema o la contradicción de Podemos, por ejemplo, se puede plantear en términos clásicos: quiere ser al mismo tiempo el partido leninista y los sóviets. En la historia, esta combinación nunca ha resultado, pero quién sabe. En todo caso, yo no creo en ella. Si todo se monta a partir del discurso y la imagen de una o dos personas, no sé cómo esas una o dos personas no van a acabar siendo imprescindibles y no van a acumular el poder, especialmente si el partido empieza tener poder institucional realmente. Yo en todo caso no quiero una monarquía, aunque sea socialista. Y creo que lo mejor que puede hacer un “líder” que ya exista es preparar su desaparición cuanto antes. La cuestión de las primarias, a este respecto, no creo que tenga mayor importancia: y, aparentemente, no la ha tenido. Por eso me parece que, aparte de si uno vota o no, lo más importante es trabajar por el otro lado, por el lado de la otra política, por el lado de los “sóviets”. En el mejor de los escenarios futuros imaginables, si alguno de los partidos nuevos o no tan nuevos o alguna nueva coalición empieza a acceder a posiciones de poder dentro del orden actual, y si sigue manteniendo alguna confianza en el pueblo, habrá algún tipo de referéndum. Creo que en ese momento habría que estar preparadas para luchar por que ese referéndum se haga de modo deliberativo, y no apenas pudiendo elegir apenas mediante el voto, sin discusión, entre dos o tres opciones decididas “desde arriba”. Y que si se llega a una consulta de tipo deliberativa, y por tanto la gente se organiza en secciones, o asambleas (sin que importe mucho el nombre, sino el principio de deliberación colectiva, y no sólo de voto), luchar igualmente para que esa organización popular se mantenga, y llegue a ser un modo habitual de gobierno. Creo que eso es algo que se puede hacer, y que yo al menos quiero hacer. Seguir con interés y respeto las evoluciones de los partidos nuevos, pero manteniéndose al margen de la lucha electoral. Seguir luchando, si se puede, a un nivel más local y específico. Pero al mismo tiempo ir investigando las formas, la mecánica gubernamental, de algún tipo de sistema de legislación directa. Legislación directa, es decir: organización del poder democrático no sólo como un poder de control de los gobernantes, sino como un poder de iniciativa, de acción, de los ciudadanos mismos, que son quienes hacen la ley. Y eso con la perspectiva de acabar realmente con la separación entre gobernantes y gobernados, y de poner en marcha por tanto una comprensión completamente distinta de la vida política. Es decir, mientras unos se ocupan en conseguir que todos les sigan, aunque sea a un lugar al que nosotras también preferiríamos ir, preparar las formas de una vida política en la que nadie esté obligado a seguir a nadie. Por esto último sí tengo claro que quiero luchar, y sé que nunca lo voy a conseguir votando.
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