Desde la publicación de las “Tesis sobre la filosofía de la historia” de Benjamin es común criticar toda la temática de la producción, de la productividad, del productivismo, en las ideas de Marx. Lo que queremos señalar aquí, modestamente, es que esta crítica no va lo suficientemente lejos.
Es cierto, también, que desde el comienzo de las preocupaciones con todo eso que se llama “ecologismo”, y que en el fondo debería de llamarse etnografía, en el sentido en que la practicó Lévy-Strauss – es decir, como un asombro, un gusto, un aprecio, un respeto y una curiosidad militante por todas las comunidades y sociedades humanas, en todas sus diferencias, especialmente las diferencias pequeñas o supuestamente sin importancia: su gaya ciencia de la diversidad de las sociedades humanas–, esta crítica se ha proclamado muchas veces. Una crítica de la producción-progreso-unificación-técnica-del-mundo... que a menudo parte de ideas integradoras bastante vagas, sobre lo que debería ser el “buen vivir”. El problema es que, generalmente, en estas críticas se cubre el abismo de la decisión militante de Lévy-Strauss y otros antropólogos: pues él se comprometía con la preservación de los derechos sobre su tierra, sus gentes, y sus costumbres, de cada minúscula tribu oculta en el corazón del Amazonas o aislada en alguna isla perdida, siendo consciente de que la lucha estaba perdida. La producción-progeso-unificación-técnica-del-mundo funcionaba a un ritmo más rápido que la militancia etnográfica: esos pueblos se perderían. Luchar por la perseverancia de algo con la certeza de que ese algo está condenado a desaparecer, sin ningún tipo de esperanza en “vencer”: luchar contra el progreso sin ninguna idea de progreso en la lucha. Y luchar con la seriedad con la que militaron Lévy-Strauss y otros antropólogos de tribus exóticas de rincones olvidados del mundo. Una figura que puede encontrarse, por otra parte, perfilada filosóficamente, en el principio del primer libro de Bernard Aspe: L'instant d'après. Del mismo modo, en el espectro feminista, se piensa hacer un gran avance al sustituir el mundo de la producción por el de la reproducción. Pero la reproducción reproduce mesuradamente la producción capitalista sin medida. El trabajo doméstico, que correspondió por algún destino violento a las mujeres tradicionalmente, tiene que ser otra cosa que la reproducción de la sociedad. Y si realmente se compartiera el trabajo doméstico, y todas las personas (incluido los hombres, desde luego, y especialmente), hicieran política regularmente en el mundo mismo del trabajo doméstico – y esto quiere decir, no sólo asamblearse para organizar las tareas, sino hacerlas: practicar el feminismo de barrer, el de fregar los platos, el de fregar el suelo, limpiar el baño, hacer la compra, lavar la ropa, cocinar, y tutti quanti –, evidentemente, no reproducirían la sociedad, sino que construirían una nueva. Por eso no parece muy claro que la idea de reproducción sea útil para la perspectiva de la lucha feminista, más allá de funcionar correctamente, claro, como concepto solamente crítico en las condiciones de las sociedades capitalistas. Sobre la producción, por otra parte, no hay que culpar, de ningún modo, particularmente a Marx. En el fondo él no hace sino articular, como todo el primer socialismo, pero también el liberalismo, la sorpresa, mezclada de espanto y de esperanzas secretas, la imagen del mundo de la emancipación de la burguesía. Que entonces – todos menos el Vieille Régime, claro – todos hayan creído en el progreso parece algo que uno puede entender perfectamente. Que antes las maravillas y las iluminaciones del progreso, muchos se hayan sentido obnuvilados, parece evidente. Marx simplemente sintetizó y sistematizó el pensamiento corriente de un siglo. También los pobres seguramente pensaron que alguna parte de la enorme acumulación de mercancías sería para ellos. Pero estas cosas para nosotros son algo del pasado. Y el pasado no es en sí más respetable que el presente o que el futuro. Pues, contra lo que pensaba Marx, el capitalismo no es nada que sea favorable al comunismo, ni algo que lo prepare, y nada del capitalismo se puede transformar en comunismo. Marx pensó una vez que todo era producción: es un pensamiento digno de un científico social que estudia el capitalismo, no de un comunista. Pues, para el comunismo, nada es producción: todo, y sobre todo cualquier cosa “social” es acción. Eso también lo dijo el feminismo: todo, y especialmente lo privado, es político. O habría que decir, mejor, de un modo menos enfático: todo puede ser político. Pues que sea posible que todo pueda ser político no significa que lo sea efectivamente. Pero lo que es verdad es que todo es acción, todo y cada cosa es una acción de oprimir, o una acción de someterse, o una acción de liberarse, etc. Y claro, si las acciones son del tipo de “liberarse”, o mejor, de emanciparse – en el sentido no sólo de liberarse sino también de ser libre, de conducirse libremente –, entonces la situación es política, aparece la igualdad, etc. Foucault, en el fondo, puede decirse que trató de profundizar ese descubrimiento feminista con su analítica de las relaciones de poder. Pero, una vez más, tampoco pudo desprenderse de esa idea de producción. Foucault calcó su análisis del poder del análisis marxiano de las relaciones de producción. El poder es productivo, dijo Foucault. Con ello quería salir de la machacona y facilona denuncia moral del poder (represivo, cohercitivo, etc.) Estudiar el poder sin esa carga moral, para entender mejor su funcionamiento. A este respecto cabría tomar la perspectiva contraria: no partir de que toda relación de poder es producción, sino de que toda relación de producción es poder: politizar la economía, en lugar de economizar el poder. Hay que decir, por otro lado, que Foucault mismo vio este impasse, y cambió de ruta. Qué es la producción: nada. Qué es la acción: todo. Se podrá reprochar que este modo de pensar conduce al idealismo. Pero el comunismo no es materialista ni idealista: es las dos cosas a la vez, trata de unir las dos cosas cuando están separadas, y de no separarlas cuando están unidas. El comunismo se esfuerza por enfocar el mundo con los dos ojos a la vez.
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1. En algunos mapas antiguos se puede reconocer cómo la democracia social se encuentra en las antípodas de la socialdemocracia. 2. Marx, cuyos escritos imprimieron una gran fuerza al socialismo, cometió sin embargo muchos errores. Uno de los principales fue el de abandonar toda consideración de las cuestiones políticas (aunque, como Arendt dijo una vez, esto honre en cierto modo a Marx, y nos informe elogiosamente de su carácter, de su probidad filosófica). Su pensamiento, que discurre de modo dialéctico, nunca dio cabida a la imaginación, que es esencial a la política. Así, la sociedad sin clases, la sociedad sin gobierno de ningún tipo, en fin, el comunismo, es inimaginable políticamente –es decir, es impensable humanamente hablando. Pero lo impensable, asimismo, y como nos enseñó un sabio en tiempos recientes, es la misma cosa que lo real. Por eso la sociedad sin clases es el contenido de verdad de las revoluciones. El comunismo es lo real de la Historia. Pero esto último no quiere decir que pueda haber sociedades o Estados comunistas, sino más bien lo contrario. 3. Los pueblos, las sociedades, sólo se pueden organizar a partir de lo imaginario. Pero lo imaginario no es lo falso, como afirman los filósofos, o el terreno en que se mueve el pensamiento de los ignorantes. Lo imaginario es la vida humana misma, con toda su enorme riqueza, y es imaginario el pensamiento que se mueve en el elemento de esa vida. El pensamiento humanamente hablando es la política misma: la imaginación. Pero la imaginación no es tanto inventiva, en el sentido de crear de la nada, como sustitutiva, combinatoria, proyectiva, comprensiva. La imaginación es principalmente el pensamiento plural, ponerse en el lugar de otros, como también lo enseñó Arendt. Ponerse en el lugar de los individuos, las clases, la sociedad entera si es posible, del mundo entero. La política es inseparable de esta imaginación, y el verdadero político la ejerce sin cesar. La imaginación, lejos de sólo afectar a lo falso y producir quimeras, se mueve constantemente en el elemento de la realidad, y éste es su dominio propio. No se trata, claro, de la realidad “física”, sino de la realidad humana, de la realidad de las personas. 4. Otro de los errores de Marx fue el de dar, tal vez, una relevancia excesiva, o mejor dicho, absoluta, al capitalismo. Eso, claro, contribuyó también a apartarle de las consideraciones políticas. Pensó que el capitalismo era una potencia tan formidable que ante ella la política se volvía enteramente un espejismo, y con ella las leyes, las fronteras, el derecho, los gobiernos, etc.; todo eso se disolvía ante la fuerza del capitalismo en una especie de fantasmagoría, un teatro de títeres sólo movido en realidad por la ley de hierro de la mercancía. Así, como Rancière ha mostrado, el Manifiesto Comunista es una gran profesión de fe en la capacidad de ruptura del capitalismo. Pero la decepción no tardó en llegar, justo después de su publicación, con la recomposición de fuerzas de la burguesía tras las embestidas de los proletarios, y el conjunto de alianzas entre las antiguallas idealistas y la nueva clase dirigente de la realidad social: entre la burguesía, la nobleza, incluso el clero. Tampoco del lado del movimiento obrero se dio la gran purificación histórica que Marx esperaba, con la eclosión infinita de la pequeña burguesía. La historia siguió moviéndose en la apariencia, en la “política”, pese a las sacudidas de realidad producidas intermitentemente por los momentos revolucionarios. 5. Esa fuerza de ruptura que Marx reconoció al capitalismo es reconocida hoy igualmente por los que siguen profesando el marxismo. Pero el tono ha cambiado: nadie parece reconocer ya hoy que el capitalismo albergue en sus profundidades –en las profundidades fabriles – el germen secreto de una inversión completa. Aunque es cierto, ahí sigue Negri: pero sólo trasladando mecánicamente algunos principios de Marx a algunas observaciones parciales de la producción contemporánea. De cualquier modo, si algo en la historia del marxismo se ha quedado en en el camino es el optimismo con el que Marx consideraba el carácter rupturista, transgresivo del capitalismo. Hoy en día las profecías en torno al capitalismo son más tétricas, incluso apocalípticas. Este cambio radical de tono tal vez muestre que el marxismo como discurso sea cada vez más difícil de habitar. 6. Pero el caso es que, según Marx, ese torrente del capitalismo que iba a borrar de la faz de la tierra cualquier otra institución humana, daba por así decir al mismo tiempo la regla del otro mundo, del mundo comunista. Así, el comunismo sólo podía ser no político, en el sentido de limitado a tal espacio, tal Estado, tal pueblo: el comunismo era la aparición de la humanidad misma en condiciones capitalistas, en las condiciones del mercado mundial. 7. Así, no hay política comunista, sólo una cosa que ha oscilado entre la predicación y la maniobra. El mundo comunista no podía ser limitado, como tampoco lo era el capitalista. Sin embargo, si en este movimiento de ilimitación el capitalismo era la privación completa, el socialismo es la liberación. De ahí la herencia tan preciosa del internacionalismo, herencia en parte “filosófica”. Y la consecuencia es que una democracia hoy, aunque se dé en un terreno limitado, no puede en absoluto, por así decirlo, ignorar su posición en la lucha internacional de clases. 8. Puede que el mundo de la mercancía sea ilimitado; el mundo humano no lo es. Siempre es tal lugar, tal ciudad, tales amistades o amores, tales enemigos, tal paisaje, tal país, tal pueblo, tal lengua, tal poesía, tal historia. En esos mundos limitados se vive. Y también en ellos y a partir de ellos se hace política. También a partir de ahí la ha practicado el movimiento obrero, que como Rancière o Thompson han mostrado con el movimiento obrero francés y el inglés, está muy lejos de ser un simple producto del movimiento violento del capital. 9. En ese mundo limitado que es el mundo humano, en esa realidad imaginaria que es la política, se diferencian siempre gobernantes y gobernados. Por qué? No lo sabemos, es el gran misterio, tal vez tenga que ver con las urgencias de la vida, con las necesidades de la sociedad, como muchos han pensado. Poco importan las razones, de cualquier modo eso no necesita justificarse, es un hecho constante. Pero lo importante es, lamentablemente, que en nuestras sociedades, sólo gobernando, sólo actuando, puede disfrutarse de una libertad humana, política: una libertad que va más allá de la pequeña reserva de libre albedrío de cada uno, que no deja de sufrir el impacto de las decisiones de los que gobiernan, y como mucho puede apañárselas frente a ellas, u organizarse con otros para resistir... 10. Es mérito de marxistas críticos como Gramsci, Althusser, etc., haber reconocido cierta autonomía de la superestructura. Pero sería un mérito aún mayor dejar descansar en paz a la jerga marxista. 11. Aunque haya que repetirlo mil veces, no vivimos en Estados democráticos. Quienes gobiernan, en nuestras sociedades (y esto hablando en el teatro limitado de la política, sin considerar el gobierno en la sombra de la ley de la mercancía), no son los pueblos, son los gobernantes. Es decir, los ricos, los grandes, los sabios, los poderosos. Por muchas vueltas que se quiera dar al asunto, en estas democracias no gobiernan los plebeyos: gobiernan los patricios. El mando viene de arriba, no de abajo. Y totalmente al margen de toda consideración abstracta sobre la ley de la mercancía, es políticamente una obviedad que el gobierno de los pocos favorece a la expansión del capitalismo. 12. Así, la democracia, la democracia “social”, o como la llamaban en el siglo XIX la “república democrática y social”, no pueda imaginarse sino como una inversión completa de los Estados democráticos en los que vivimos. Esta inversión puede expresarse muy simplemente: los gobernantes comienzan a ser gobernados. Pero eso no tiene que significar necesariamente que los gobernados pasen a ser gobernantes. La cuestión esencial es que los gobernantes sean gobernados: es decir, que el gobierno sea un verdaderamente un servicio, y esto políticamente, realmente, controlado por leyes, instituciones, fuerzas públicas, no apenas en la moral de los gobernantes. La política, y por tanto la libertad, se vuelve una cosa que pertenece a los no gobernantes, y a los gobernantes sólo toca el servicio público. De ese modo podría en principio separarse la acción del gobierno, y así vivir ese tipo de vida política simple y plena que actualmente sólo conocemos precariamente por nuestra participación en los movimientos de resistencia que se oponen al orden de cosas existente. 13. Esa situación se parece a lo que la tradición marxista llama dictadura del proletariado. Y en efecto, en eso consistiría una política socialista. Pero la expresión dictadura del proletariado está demasiado asociada a la dictadura de una clase, cuya unidad de interés o de voluntad le viene de ser representada por un partido, y por tanto a la dictadura de un partido. Tal vez por eso conviene más llamarla simplemente “democracia”, lo que es simplemente fiel a la palabra. Y como han mostrado quienes recientemente han exigido e investigado un contenido real de la palabra democracia, la forma partido, tanto en sus vertientes más cerradas como más abiertas, es completamente inapropiada para expresarla. 14. Todo bien, pero cómo hacer, cómo comenzar? En este tablero no hay una sola sino innumerables piezas. Pero por ejemplo, del modo más evidente, puede practicarse el viejo adagio de servir al pueblo; es decir, uno puede ponerse en la posición del gobernante servidor. Esa posición podría ser la de Podemos, en la situación española y europea actual. Pero eso implica, una vez más, no sólo declaraciones de buena voluntad, sino formas de organización reales que obliguen a ese servicio, y ese tipo nuevo de gobernantes que sólo deseen la libertad para el pueblo, no para ellos. Una libertad que me incluye también a mí, pero no en tanto que gobernante, sino en tanto que uno más del pueblo. 15. Y esto último implica, a su vez, practicar una última sustitución, del lado de los marxistas: el del principio de la ciencia por el de la igualdad de las inteligencias. Es decir, dejar de ser marxista en cierto modo, dejar de pensar que uno es quien sabe. Pues si no, es imposible mantener la confianza en la gente, y es imposible por tanto la política de servir al pueblo. Y esa confianza a menudo es lo primero que se pierde, en las carreras políticas. Así, muchos políticos marxistas se consideran a sí mismos príncipes modernos, príncipes científicos o sabios. Pero Maquiavelo ya mostró que los pueblos tienen más virtu que los príncipes, incluso que el príncipe más virtuoso en el sentido político de la palabra. 16. Pero esa virtud que Maquiavelo reconoce al pueblo no significa creer que el pueblo siempre es bueno, o que siempre tiene la razón, sino que en el mundo inestable de la política, el pueblo siempre acaba por ser mejor que los príncipes, y el pueblo siempre acabar por tener más razón que ellos. Significa simplemente considerar, si uno adopta la posición del príncipe, y ya sin ningún saber particular que no sea la misma capacidad de ejercer el pensamiento que tiene cualquiera, que el pueblo es bueno o malo como yo soy bueno o malo, que el pueblo es razonable o insensato como yo soy razonable o insensato, y en fin que todo el mundo es igual políticamente y tiene humanamente igual capacidad. Lo que, por otra parte, además es verdad. |