Me gustaría luchar hoy contra el prejuicio de la individualidad en la inteligencia. Los combates contra fantasmas son los más reales. Ese prejuicio consiste en considerar que el cuerpo y el rostro de cada uno, que es, en efecto, individual, debería tener una correspondencia en las palabras, pensamientos y demás formas de expresión de ese individuo: que esas palabras, pensamientos y el resto de representaciones también serían individuales, como su autor. Hay también una versión colaborativa de este prejuicio, que aun así lo conserva hasta la médula. Es la creencia en que sí, que las obras (los pensamientos, las palabras, las imágenes...) son colectivas, pero en el sentido en que son el fruto de la colaboración entre varios individuos, de varios pensamientos y palabras individuales. En el fondo, la filosofía siempre combatió ese prejuicio, desde los tiempos de Heráclito, que dijo que sólo los idiotas consideran que su opinión es “propia”, que ella expresa su interioridad, sin darse cuenta que cada opinión siempre expresa algo común; pues el logos, en sua esencia, es universal. Desde que digo la palabra “gato”, todos los gatos individuales desaparecen. Por eso, como decía Hegel, las palabras más simples, más cotidianas, supuestamente más pegadas a la realidad, son también las más abstractas; y la palabra “gato” es la que menos se parece a ese gato que tengo delande de mí, tumbado en el suelo ahora mismo, en su singularidad, la que es menos capaz de decirlo. Aun así, en este tiempo de la individualidad abstracta, pues en el fondo todas son, somos, la expresión de algo común pero sintomático, no dominado (llamado generalmente capitalismo), no nos parece que la universalidad de la ciencia pueda oponer gran cosa a ese respecto. Pues la ciencia, la mayor parte de las veces, en sus sentidos formales de rigor, de seriedad, etc., sigue siendo una opinión, solo que una opinión de élite: una cierta configuración de una misma opinión dominante. Y en los mejores casos, ella hace su trabajo experimental, ciego, gris, repetitivo y poco espectacular, que aun con su pequeña inventiva y utilidad, sabemos, desde Kant, que no va a responder a ninguna de las cuetiones que más nos interesan, ni va a acercarnos ni un solo paso a un mundo mejor, etc. Una manera muy simple y siempre posible de salir de esa neurosis de la individualidad es la lectura (la política es más rara). Pues en la literatura no solo hay palabras. Cada una de esas frases, de esos versos, de esos modos de unir una frase con la otra, de cortarlas, de repetir o no repetir, de decir una palabra y no la otra, es un estilo. El estilo es la voz del escritor. Pero el escritor no es la persona, y por eso ningún relato de la vida de la persona que escribió puede darnos el menor indicio sobre quién es ese escritor: eso solo podemos descubrirlo leyendo su obra. Para escribir, tal vez solo haya una cuestión esencial: dejar de ser persona. Es decir, dejar de querer expresar una voz que sería propia, al menos dejar de estar obsesionado con eso. Pues la literatura también es diálogo, aunque un diálogo no de conceptos sino de voces. Esas voces que presentan el mundo de maneras diversas, incluso desdoblándose en sí mismas, con la invención de personajes, etc. Y en el fondo, más allá de eso, la ambición de la literatura es llegar a ser la voz de las cosas mismas, la voz de la materia muda, de los paisajes, de los movimientos, de la emoción. Son las dos cosas a la vez: como una pluralización, una multitud innumerable de voces humanas, y al mismo tiempo esa voz completamente impersonal en la que brota la vida anónima de las cosas, que es la verdadera vida. Es todo menos una voz personal, menos la voz de un individuo, que es una gran abstracción, pues todas las voces supuestamente individuales son la repetición de la misma, es la voz de la opinión dominante, que expresa sintomáticamente lo que domina a la vida humana. Así que para escribir hay que perder el rostro, como diría Deleuze, o hay que abandonar el nombre, la persona del autor. Esto último es lo que decidió precisamente Walt Whitman, en la primera edición de sus Hojas de Hierba. No aparece nombre de autor en la capa, sólo el título, como un libro anónimo. Y en las páginas interiores, un grabado de Walt Whitman, sin nombre. Y dentro del “Canto a mí mismo”, Walt Whitman aparece como un personaje más del poema, su poeta. Pues en efecto, el poeta, el escritor, es un personaje más, una voz más, entre todas las otras figuras humanas y no humanas, que no las domina en absoluto sino que se incluye como una más entre ellas. Walt Whitman fue muy lejos en esa vía de dejar de ser una persona para vivir realmente, disolviéndose en la vida de su país en su tiempo. Pero hay otras vías. La despersonalización también puede efectuarse por división de la voz “interior”, por multiplicación o pluralización de voces. Pues lo importante, siempre, es salir del claustro de la psicología, y hacer una excursión al aire libre y al mundo en el que todos vivimos. En un ensayo muy impresionante escrito en forma de Carta a un joven poeta, Virginia Woolf dice que: “aquí, en este cuarto, Keats, Shelley y Byron están vivos en ti y en ti y en ti”. Ese cuarto, sin embargo, es un cuarto solitario: es el espacio transcendental del escritor. Pero Woolf muestra hasta qué punto ese espacio del escritor es múltiple, poblado por diferentes personas, en las que viven voces del pasado. Llegar a percibir la vida de diferentes voces cuando uno escribe, y callar un rato el soliloquio abstracto de la persona, es otra manera de librarse de esa neurosis de la individualidad. Y ahí es precisamente donde puede nacer un individuo real, concreto, un individuo que es al mismo tiempo un mundo entero, fuera ya de ese individuo abstracto del capitalismo.
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