El grupo con el que he estado trabajando durante este semestre “Qué es la filosofía?” de Gilles Deleuze y Félix Guttari, ha sido aquel con el que más altibajos he tenido. Realmente, ha habido momentos bastante entusiasmantes, con mucha experimentación, algunas veces fallida, claro (aunque durante las últimas clases parece que algo bueno se instala más tranquila y algo más sólidamente), pero también mucha fricción y pelea, a veces auténtico psicodrama, distracción extrema que impedía trabajar cualquier cosa de filosofía, etc. Unos estudiantes difíciles de primer período de graduación, en resumen, pero también bastante salvajes en el mejor sentido. Aunque tal vez esas palabras sean exageradas: realmente hay que leerlas sin ningún sensacionalismo, todo ello en un ambiente universitario de lo más común (realmente el mundo se parece mucho más de lo que se diferencia). Los motivos fundamentales de nuestro combate eran dos: la filosofía, en general, y el libro que hemos estado trabajando, como una especie de representante destacado de la imposibilidad de la filosofía. Es muy difícil, usa palabras raras constantemente, cita a gente que nadie conoce, no se entiende nada, todo es muy confuso; se trata, en fin, de un libro imposible de leer. Como mucho, podrían entenderlo tal vez personas con una larga experiencia en filosofía, pero nunca nosotros, pobres principiantes que ni siquiera saben balbucear en la lengua del ser y del pensamiento. Y además, es preciso comprender nuestras circunstancias, siendo como somos estudiantes universitarios de un país periférico, para más inri de una universidad periférica de ese país periférico, somos estudiantes de la periferia de la periferia, qué se puede esperar de nosotros, qué se nos puede exigir? Ya lo dijo Ortega y Gasset, podrían haber añadido, yo soy yo y mis circunstancias: y no se pueden eludir las circunstancias, profesor. Doctrina extremadamente mediocre, hubiese respondido yo (o algún otro Juan de Mairena), como una especie de hegelianismo en el estilo rancio-liberal español. Pero todo lo que decían los alumnos, como se puede observar, era extremadamente razonable, y es compartido en efecto por muchos profesores (uno de ellos, al principio, me advirtió de que en relación con España debería considerar que lo estudiantes tenían un nivel de secundaria, y que era descendiendo a ese nivel pedagógico como debía mostrarles la filosofía). Todo extremadamente razonable, cierto, o más bien verosímil. Pero entre lo verosímil y lo verdadero hay tanta diferencia como entre la ficción y lo real. En todo caso, en base en parte a la experiencia, que me dice más bien que para conocer alguna cosa de lo real no basta como repetir siempre la misma historia, hacer siempre la misma descripción consabida de las cosas, sino que hay que trabajar, experimentar, explorar, luchar por transformar... y en parte al fanatismo jacotista en torno al principio de la igualdad de las inteligencias, decidí escoger el libro “Qué es la filosofía?” para el curso de Introducción a la filosofía, concebido además para estudiantes de ciencias sociales. Aunque es cierto que tal vez no se me hubiese ocurrido, si no hubiese figurado en el currículum oficial del curso, en la bibliografía esencial. Así que amparado por el escudo de la ley, que es útil si los estudiantes deciden pasar de la queja a la ofensiva, estuve tratando de mostrarles que la filosofía es en efecto lo que decía ese libro que era: crear conceptos, recortar planos de inmanencia en el caosmos, inventar personajes conceptuales como los de la literatura (el idiota, la novia...), transformar la historia en geo-filosofía, agujerear el paraguas que nos protege del caos, devenir y transformarnos en seres diferentes (ballenas, girasoles...), atacar todo lo que tiene que ver con la opinión, la comunicación, el marketing, el capitalismo... Pensé que, fuera como fuese después el curso, sería divertido presentar a la clásica, muy digna y respetable señora filosofía como esa loca deleuziana. Además, es adecuado: estudiar filosofía con un libro que es realmente una obra de filosofía. Pero todo eso, al mismo tiempo, sin hablar nada de Deleuze: como si su libro fuera un manual aburrido y académico, escrito por un oscuro chupatintas de la corporación filosófica, que hay que enseñar dogmáticamente. Poco importa quién lo escribió: ese autor simplemente resumió en su libro la esencia de la filosofía. No se trataba por tanto de estudiar a Deleuze, sino de aprender filosofía. También fue una ocasión, ya más personalmente, para volver simplemente a trabajar algo de Deleuze, al que hace tiempo me cuesta volver, por razones de transformación de la percepción intelectual (desde hace tiempo me parecía todo muy abstracto y muy clásico en el fondo... y además los deleuzianos no ayudan), pero que siempre me gustó mucho. Quería escribir un poco sobre mis impresiones de ahora. No que haya llegado a ninguna conclusión nueva, sino que quería simplemente dejar constancia de mi encuentro con él ahora. (Ya sé que ignoro a Guattari, como se hace a menudo, pero es que desconozco su existencia filosófica.) No se trata de si lo que él dice me parece verdadero o no. A él en cualquier caso ese tipo de juicios le parecían pueriles. Mejor fiarse del criterio de: es interesante, asombroso, extraordinario, increíble, genial... o: sin interés, mediocre, no da nada nuevo, etc. Como si la gran filosofía, o la filosofía simplemente fuese siempre una gran hazaña. Según ese tipo de criterios, en buena parte su manera de pensar resulta asombrosa. Deleuze ha descrito acontecimientos de pensamiento (el pensamiento que baila, que se cansa, que se pierde...) como nadie. Y es uno de los filósofos más modernos, tanto en su escritura como en lo que simboliza y expresa con ella: toda esa cuestión de la vida no individual, todo eso de la vida no humana que podemos vivir, percepciones, afectos, pensamientos, de las experimentaciones para salir de los límites que se nos asignan. Es muy profundo cuando habla de esas cosas, de ese mundo no individual, hecho de acontecimientos impersonales, que es la vida simplemente. Eso le acerca a escritores como Proust, Woolf... a los límites de la inteligencia de nuestro tiempo. Y lo que siempre ha tenido Deleuze, desde luego, es que ha pensado en contacto con la literatura. Es como si a menudo tratara de meter la literatura en la filosofía. Luego hay un par de cosas que no me interesan tanto. Una es que sigue siendo como un filósofo muy académico, con una relación con la historia de la filosofía bastante escolar; él también habló de lo que cuesta salir de la historia de la filosofía, lo que no me parece tan claro es que él lo haya conseguido o siquiera buscado hasta el final. Al lado de Foucault o de Rancière (o de Benjamin y de tantos otros), eso cada vez me ha resultado menos interesante, como una cosa que para mí pierde su sentido. Evidentemente, no tengo la experiencia de Deleuze, así que quién sabe. Pero en todo caso, me interesa muy poco: yo no voy a hacer algo así. (Ya he hecho un trabajo disfrazado de eso, por el asunto de la tesis; ahora mismo no siento que haya ninguna obligación objetiva a ese respecto.) Una cosa es ser profesor de filosofía, que eso exija una serie de “sacrificios”, pero otra cosa es mezclar la filosofía con la profesión. Uno tiene que ser capaz de habitar y mantener esa distancia, creo, explorarla en lugar de solaparla. Otro asunto que he notado en el libro, al leerlo ahora, es que se trata de un libro bastante modernista, en el sentido ya no de moderno sino en cierto modo de reaccionario, como lo peor de Kant también, un poco statu quo. Modernista en el sentido de la crítica tipo Greenberg: cada arte tiene su dominio proprio, y progresa profundizando en sus proprios medios, y guardando la diferencia en relación a los otros. Lo mismo dice Deleuze sobre la relación entre arte, ciencia y filosofía (a la política revolucionaria, aunque habla a menudo de ella, no la considera una diciplina autónoma de creación, como Badiou le ha reprochado). Es como la repartición de las facultades en Kant, este modernismo: desde luego el arte, la ciencia y la filosofía se cruzan, hay entre ellos acordes y disonancias, etc. Pero esa filosofía de la diferencia/ción se vuelve a mi juicio mecánica a veces en su manera de pensar, un poco anquilosada, por ese modernismo “formalista”, del tipo “cada práctica su lugar” podríamos decir: siempre haciendo el mismo tipo de ramificaciones, cuando lo que habría que hacer es proliferar, según la propia doctrina deleuziana del rizoma. Por eso es un error de los autores decir que ese libro constituye un ensayo de constructivismo filosófico. El constructivismo era, al contrario, hacer que la pintura salga del cuadro, atravesar esos diferentes dominios específicos por una práctica nueva, transformar la obra de arte en un ladrillo (Vertov hablaba de que sus películas eran como ladrillos, y no evidentemente porque fuesen aburridas), que podía ser insertado en mil lugares diferentes (cine, prensa, espectáculos, carteles...). El arte, en este sentido amplio, era un ladrillo con el que construir la sociedad comunista. Así también podríamos pensar la filosofía, o el pensamiento, o como se lo quiera llamar. Pero en el libro de Deleuze no hay eso. O si a veces hay la práctica de eso -o incluso a menudo, en la escritura-, la teoría dice lo contrario. Es extraño: quién comprendería a Deleuze? En todo caso, muchas de las cosas que dice son muy bonitas y profundas. Es sin duda un gran filósofo. Pero qué importan estos juicios, si no se ve por qué? Es como si esa persona hubiese recogido toda una serie de fragmentos de una vida extraña y extraordinaria, y al mismo tiempo completamente real, pero haciéndola andar en una máquina un poco aparatosa, como un esqueleto demasiado mecánico para una vida tan viva. Espero que eso no sea el destino de la filosofía (creo que no). Pero Deleuze, a este respecto, incluso se permite corregir a un artista, cosa muy rara en él: a Tinguely y a sus máquinas. Pero el caso es que, finalmente, los estudiantes, o algunos de entre ellos, acabaron hablando un poco, mejor o peor según los casos, de un modo más claro o más confuso, esa neo-lengua de las reterritorializaciones y desterritorializaciones, acontecimientos de pensamento y planos de inmanencia. Creo que eso puede considerarse una buena cosa (desde el único punto de vista que importa, quiero decir, el de la emancipación). Ya no tanto por el hecho en sí de aprender alguna palabra nueva, y quién sabe, tal vez también alguna cosa nueva. Sino sobre todo negativamente, por el desorden que pueden producir esas novedades, uno de cuyos síntomas es la resistencia que hay precisamente en considerar seriamente que uno debería esforzarse en acercarse a ellas. Haber callado un poco esas voces de: es muy difícil, no se entiende nada, no se ve ni para qué sirve ni lo que es, incluso la gente que estudia muchos años filosofía no sabe lo que es, etc., ha sido lo esencial del trabajo, y lo sigue siendo. (Insistiendo en ciertas ideas repetidas -tan repetidas como las quejas, en un combate golpe a golpe-, aprendidas de Jacotot: todo eso no significa nada, sólo significa que no quieres buscar, que no quieres adivinar, que no quieres usar tu inteligencia; son frases de la pereza; háblame de lo que entiendes, aunque sólo sea una cosa, en lugar de decir una y otra vez que no entiendes nada; siempre se entiende alguna cosa). Y tratar de callarlas positivamente con ejemplos asombrosos, con trozos de la filosofía misma, en este caso en esa vertiente poco razonable o verosímil que representa Deleuze. Me recuerda a una cosa que leí sobre lo que hacían algunos grupos izquierdistas en las fábricas durante los años sesenta o setenta. Llegaban con el Libro rojo de Mao y les decían a los obreros que esa era la verdad absoluta, que había que aprender, interiorizar, incluso memorizar si es preciso, pues se trataba nada más y nada menos que del arma absoluta de la revolución. Esa práctica puede herir nuestras buenas conciencias liberales o libertarias. Pero esas conciencias serían entonces muy poco dialécticas. Lo esencial que puedo ver en ese hecho de lanzarse de lleno, sin reservas, a un libro y sumergirse en él, y tratar de aprender a respirar en él y a moverse en él, es precisamente esa experiencia del desorden de las representaciones que implica, la división que puede introducir en las ideas, y tal vez por eso también en las vidas. Hacer que un libro (un libro cualquiera, pero que sea un libro de verdad, fuera de todo el comercio de las ideas y expresiones comunes) divida la vida en dos. Eso es una cosa que uno puede tratar de hacer en las clases, por ejemplo, en lugar de transmitir ordenadamente un saber, edificar con buenos valores y buenos sentimientos, fabricar profesionales en tal área para el mercado de trabajo, formar a la conciencia crítica, etc.
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