Hace poco fue el sexto aniversario del 15M. Yo en realidad no tengo gran cosa que añadir sobre el asunto, todo y más de lo que pensaba al respecto lo dije en un libro que fue publicado el 15 de mayo de 2015 en Francia, y que debería haber sido publicado más o menos por la misma fecha de 2017 en España, pero que no sé por qué todavía no ha sido publicado. Pero la cuestión es que ese libro era una especie de defensa, o más aún, una apología de ese tipo de política. Sin ninguna crítica, ni la menor. Siempre pensaba: qué soy yo, en qué posición estoy para criticar algo así, un momento en que la gente consigue unirse y que prenda algo. Además, habiendo participado en ello. Además, habiendo hecho todo lo que puede hacer un individuo solo, en un movimiento de masas, para que fuese lo más lejos posible. Muchos amigos que conozco trataron de hacer lo mismo. Y entonces, al escribir, lo que quería no era en absoluto criticar, sino mostrar la cosa, mostrar la potencia del artefacto. Porque todo lo que oía, como mucho, era un “sí, pero...”, y entonces quería dar un gran sí sin ningún pero, un gran sí enorme que resonara en el mundo y en el tiempo. No se trataba de juzgar un acontecimiento según mi posición personal, sino siempre que fuese lo necesario, cambiar mi posición personal para comprender ese acontecimiento de la manera más fuerte posible, más potente. Lo normal: use fía de ciertas cosas, toma ciertas decisiones, etc. Pero no importa, porque las críticas vuelven, siempre vuelven. Y es muy comprensible, pues estamos insatisfechos por todo lo que pasó después. Tal vez la crítica más repetida sea la de que el 15M fue una especie de revolución cultural, que solo se preocupó por construir ya otro mundo de lo común y no de estrategias para tomar el poder. Por eso luego tuvimos Podemos y compañía que llegaron con una estrategia de ese tipo, y en un principio parecía que iban a unir esa estrategia con el rollo igualitario y espontáneo del 15M, pero finalmente parece que solo queda la estrategia. En todo caso, parece que las críticas serias tienden a ir por ahí, por ese asunto de que habría que haber tenido una estrategia, para que no vengan luego otros a imponérnosla. El asunto es que parece intelectualmente razonable, pero el caso es que si uno recuerda cómo fue el 15M en realidad, cómo uno estaba ahí en medio de toda esa gente, cómo todo cambiaba tan rápido de un día para otro, cómo todo el mundo que participaba trataba de contribuir para que fuese todo lo mejor posible, en realidad me parece que sigue siendo una crítica abstracta. Yo sigo sin ver nada que criticar en el 15M. En todo caso, me parece que tendríamos que criticarnos a nosotros mismos. Quiero decir, tal vez los límites del 15M no estén en el movimiento mismo, en el proceso que creo que fue impecable en general y en sus detalles, en una situación tan viva, tan compleja, tan novedosa, tan inesperada, tan llena de emociones encontradas como esa, sino en las personas que participaron en ella. O sea, como una especie de límite generacional. Eso no se refiere solo a los militantes más antiguos, sino a los nuevos no militantes del 15M, sino de un modo más común a esos militantes y no militantes. Creo que esos límites tienen que ver con lo que hoy en día se llama neoliberalismo, y que nos afecta a todxs. Pero me parece que todos los análisis que se hacen hoy en día sobre el neoliberalismo (tal vez no los de Foucault, que tienen una importancia histórica, pero tampoco me parecen tan novedosos) estaban ya en lo que decía Lukàcs sobre la reificación. En fin, poco importa, lo que quería decir es que es eso, que tal vez somos demasiado dependientes todavía de papá Estado, tal vez somos todavía demasiado gestores, burocratillas y empresarios de nosotros mismos, tal vez nos cueste todavía un poco abrirnos a un modo de sentir y de vivir más común. Tal vez nuestro modo de vida esté demasiado reificado, cosificado, encerrado en novlenguas, novpensamientos, en guettos de lo humano. Tal vez todavía no entendemos lo que es vivir de un modo más común. Deberíamos ser menos gestores de nosotros mismos y usuarios de cualquier novlengua y más poetas y actores de la vida común. Y eso creo que tiene que ver con que se olvide también cierta tradición, que por ejemplo en lo mejor de Marx todavía estaba presente. Es toda una cultura, una visión cultural inseparable de todo esfuerzo por el comunismo, por lo común, por los comunes o como se lo quiera llamar (preferiblemente, con una palabra que no sea extremadamente técnica y que no requiera de especialistas para interpretarla, por favor, si uno no quiere ya separarse desde el principio de lo común). Son ese tipo de ideas como que la poesía no podía estar encerrada en sonetos sino que debía estar en todas partes, y que en realidad si nos fijamos bien ya está en todas partes, no solo en un soneto de Shakespeare sino en la amada que se prueba una blusa para el amado, o el amado que prepara una música para la amada. Y también en cualquier hecho común, cuando es observado desde la perspectiva poética. Es la “poesía universal progresiva” de la que habló el primer romanticismo. Sin eso, sin ver eso, sin transmitirnos eso, es imposible que haya nada común. Por eso el comunismo es antes que nada una cuestión de percepción. Y luego creo que también es importante ver cómo afecta eso a la vida, cómo la percepción justa de la vida (como poema infinito) afecta a la acción. Creo que retomar la consciencia de esas cosas también nos daría más valentía, más osadía. Se habla mucho de la cuestión de los cuidados, y en efecto eso fue muy importante en el 15M, pero se habla menos de la osadía de la gente, de cómo se creyeron aquello, de cómo pensaron a veces que estaba produciéndose una gran revolución casi mundial. De cómo un día por ejemplo salieron decenas de miles de personas a la calle para desobedecer una ley electoral, al grito de: “ahora todos somos ilegales”. Pero tal vez ahí también somos todavía demasiado leguleyos, demasiado cobardes, demasiado dependientes de papi noséqué, demasiado preocupados por la imagen que damos a nuestros superiores. Y eso no creo que sea propio del 15M, creo que es más bien propio de una generación, y por eso ese tipo de comportamientos también se encuentran en Podemos y compañía, en toda la serie mucho más aburrida del “asalto institucional” (ya el nombre es puro marketing). Esa falta de osadía, de atreverse a empezar una situación que no se domina. Y eso creo que también es lo que nos separa del pueblo, de la gente o de los cualquiera, a los que tanto se invoca. Nos falta también, creo, establecer con el atrevimiento, la acción, la lucha, la violencia (si es que hay que usar esa palabra) una relación más humana, más cualquiera, más popular. Más de confianza en lo simplemente humano, y menos en las leyes, abogados y demás, con los miedos abstractos que provoca toda esa esfera (Kafka). Por eso hay quien dice que sobró espontaneidad y faltó estrategia. Yo diría en todo caso lo contrario. Diría también más en general que esa manera de entender las cosas me parece inadecuada. Diría que nos falta percepción poética de lo común, diría que nos falta osadía popular.
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Esto me gusta, esto no me gusta, esa persona me gusta, esa otra no... El gusto tradicionalmente siempre pareció
una facultad poco seria, arbitraria, caprichosa. Fue salvada de ese desprecio por algunos estetas ingleses, y luego analizada más seriamente, idealistamente, a la alemana, por Kant. Todo eso tuvo su recorrido en el siglo XIX, que fue un siglo en que el gusto pudo desarrollar su seriedad, desplegarse y ser creador, el siglo de los amateurs (en la crítica de arte, por ejemplo, pensemos en los poetas y literatos críticos como Baudelaire, Huymans, etc.) Y luego en el siglo XX parece que se acabó en cierta medida el gusto, o más bien se transformó, pasó a ser más popular, pasó por las películas, las canciones, también por algunos pensadores, revolucionarios, artistas, etc. Hannah Arendt, también, analizó esa facultad de un modo más plural, cómo el gusto nos hace escoger con quién queremos vivir, quiénes son nuestros amigos. Más tarde es cuando se trata de acabar con él por completo, sobre todo con la crítica sociológica, el origen social del gusto, que trata de destruirlo simplemente, para convencernos de que no hay nada real en el sentimiento de que algo nos guste, que todo es una cuestión balzaciana, de frívolos, trepas y pequeños estrategas de sus propias vidas. Para volver a las viejas guías de la moral, del deber, de la profesión y así en adelante: o sea, si se permite la elipsis, el fascismo. Solo quería decir cómo eso es peligroso, esos intentos de destrucción del gusto. También cómo son vanos. Pues el gusto parece una pequeña cosa, una facultad sin importancia, pero hay algo en él sin lo que no hay nada que pueda ser llamado humano. Ni siquiera los nazis consiguieron destruir eso en los campos de concentración. Una artista hizo una vez un trabajo precioso alrededor de algunos objetos de tocador extremadamente pobres que sobrevivieron en Buchewald. Eso muestra cómo Schiller tenía razón, como la humanidad no reside ni en lo real de los cuerpos ni en las ideas, sino en la apariencia. También muestra que no hay humanidad sin mundo, que la vida del alma necesita reflejarse ahí fuera. Por eso el derecho al gusto, el derecho a tener un gusto propio y poder desarrollarlo debería ser uno de los derechos más básicos. Evidentemente, el gusto puede corromperse, cuando se vuelve social, trepa, cuando solo gusta de cosas abstractas, el poder, el dinero, el éxito, la victoria y demás: y esa perversión es lo que hace de la vida humana un infierno. Y es un trabajo tan difícil y serio como cualquier otro desarrollar y purificar el gusto fuera de todas las ideas abstractas y sociales, un gran trabajo de escucharse a sí mismo y escuchar el mundo desde la distancia que crea esa soledad. Pero creo que hay algo en el gusto que va más allá. Tras el gusto por ciertos objetos, imágenes, ropas, versos, estrellas de cine, paisajes, candencias sonoras o cualquier otra cosa, de los que uno quiere rodearse cuando consigue desplegar su gusto, hay como un gran anhelo. Cuando algo nos gusta, lo deseamos, deseamos que eso que nos gusta, que esa persona que nos gusta, sea una presencia en nuestras vidas. El gusto es como el sentido del mundo mismo, de crear un mundo, de hacer de la tierra un mundo. En el fondo del gusto no solo está el deseo sino el amor mismo, es decir, el deseo realizado, el sueño que se vuelve mundo, la unión de los opuestos. Y esa es la fuerza más poderosa, una fuerza real por mucho que los mismos sociólogos y otra gente tan experta y enterada trate de convencernos de lo contrario. La sociedad falsifica al deseo y al amor tanto como a cualquier otro hecho real de la vida humana. Esa fuerza tal vez sea anti-política, como decía Arendt. Y es la tragedia de Antígona, también la historia de Jesús de Nazareth. Pero sin ella cualquier política, es decir, cualquier vivir de los hombres en común es un desastre. Y el gusto, como manifestación más aparente del deseo y en el fondo el amor, es seguramente la facultad de lo común. Solo que es muy peligroso compartir los gustos. Eso lo he aprendido o recordado recientemente leyendo a un gran poeta, Rilke. Claro que deseamos lo común, sentimos en lo que nos gusta una universalidad de voces como diría Kant, que llaman a algo común, a un ser en común. Pero para que el gusto, que al principio puede parecer algo social, se enraíce en forma de deseo ya completamente subjetivo y luego se enraíce todavía más en forma de amor, es necesaria mucha, mucha soledad, una soledad enorme. Y vivir, habitar, esa soledad. Por eso, incluso si queremos compartir, y precisamente porque queremos compartir, es necesario antes estar absolutamente solos. No incomunicados, ni encerrados, ni aislados, aunque tanto la incomunicación como el aislamiento pueden transformarse en soledad, si son vividos, sobrellevados con paciencia: si uno consigue desplegar un gusto también ahí. Es curioso porque nuestra sociedad consigue que todo el mundo se sienta solo, y al mismo tiempo que nadie consiga estar solo. Probablemente uno de los puntos más fuertes en los que asienta su dominación sea en el hecho de tratarnos de convencer sin cesar que estar solo es estar carente. Y luego como la vida social también es carente, en esas condiciones de carencia organizada, pues entonces no hay salida, y se vive en vano, y cada uno se adapta como puede si puede. Y tal vez una de las condiciones más esenciales de lo común sea asumir esa carencia como pobreza. Rilke también lo decía: los ricos ya hace mucho perdieron cualquier riqueza (piénsese en un miserable como Trump y tantos otros), no se puede esperar nada de ellos. Lo único en que podemos confiar es en que los pobres sigan siendo pobres, no pierdan su pobreza. El socialismo es compartir la pobreza y no la riqueza, dijo Brecht, no sé si con ironía, pero en todo caso puede verse así. Pero de todos modos no es bueno precipitarse en hablar de socialismo y ese tipo de entes de ficción. Lo necesario aquí y ahora es transformar la carencia en pobreza. Es decir, no estar aislado y querer lo común, sino estar aislado y querer ese aislamiento, y eso es la soledad, y eso es habitar la vida que se nos ha dado: ver que en realidad nunca uno está aislado, y nunca menos aislado que cuando se está solo. Y estar solo es lo mismo que amar, que volverse creador. En nuestra sociedad todo el mundo quiere ser amado. Godard hacía esa broma con los mensajes SMS (hoy sería messenger, whatsapp y mañana algún otro inventillo de ese tipo), que SMS significaba “save my soul”. O sea que cada vez que se enviaba un SMS, se dijese lo que se dijese, se decía en el fondo “salva mi alma carente, dame lo que me falta y necesito”. Pero nadie puede ser salvado. Así que precisamente lo que se comparte es la carencia, y las comunidades son desastrosas, es decir, confusas, sin ordenarse en ninguna constelación, y la vida no llega a todo lo que puede. Pero para tener constelaciones es necesario primero tener estrellas. Si no hay ese brillo que brilla simplemente, sin pedir nada a cambio, como el sol, no hay constelación posible, solo oscuridad. Por eso lo que importa es amar, y no ser amado; incluso si uno espera en algún momento ser amado, o espera que ese amor encuentre algo, otro amor, y se produzca la constelación. Pero para encontrar no hay que buscar, solo seguir los impulsos de la soledad, el diálogo con uno mismo. No hay que buscar en absoluto, sino solo ser, es decir, vivir, atreverse a la soledad, a ser un hombre, a ser una mujer, a tomar todas las decisiones que se necesitan para llegar ahí, solo eso ya es todo. Lo común solo puede desarrollarse tal vez a partir de ahí, a partir de soledades muy hondas, de las que brota lo más elemental de la vida. Y el gusto es la forma más habitual, más aparente de todo ese proceso de construcción de lo común cuya única vía es la soledad. Hace ya algún tiempo que vengo alejándome de la política. En realidad, el interés por la política nunca fue innato en mí; nunca fui un militante, no vengo de ninguna tradición familiar ni he sido cultivado en ningún caldo de ese tipo. Aunque siempre me atrajo mucho la idea de revolución, desde muy jovencito: siempre sentí muy intensamente la injusticia del mundo, y me parecía que era posible, incluso sencillo, cambiarlo. Solo se necesitaban algunas frases adecuadas, algunas imágenes justas, justo algunas imágenes: como cambiar el mundo mediante una especie de corriente eléctrica de enorme intensidad. Pero no es tan simple, claro: los efectos de las palabras y de las imágenes son muy lentos, contra lo que yo pensaba cuando era más jovencito. Luego descubrí la política. Hubo algunos acontecimientos (una huelga en Paris VIII, el 15M, y también experiencias más pequeñas pero también my interesantes como las que hay o había en Madrid) que me hicieron cambiar de manera de ver, pensar que la política podría ser algo interesante. Todavía lo pienso. Solo que me he alejado, o lo pienso con más lejanía. Pero no me voy a olvidar de esos acontecimientos y lo voy a pensar siempre así, y en todo lo que haga eso va a estar, que es posible otra vida colectiva.
Creo que también tiene que ver con ir a vivir a Brasil y ver la vieja política militante con toda intensidad, y sufrirla a menudo en la universidad. Ahora directamente no es que no esté de acuerdo con esa manera de hacer política, que tenga objeciones (que también las tengo y puedo argumentarlas); sino que ha llegado un punto que no la soporto, físicamente, sensiblemente. No soporto ese griterío, no soporto las frases machaconas, no soporto la demagogia, no soporto los partidos, las peleas dentro de los partidos y de los partidos entre sí, las peleas con supuestos compañeros de lucha que no tienen ni la más mínima noción de lo que significa el compañerismo, la voluntad de tener razón a cualquier precio, el resentimiento, los chivos expiatorios para la falta de valentía individual, los “ismos”, la falta de amor por el mundo, el desprecio a las “masas pasivas”, realmente no puedo aguantarlo, tengo que manterme lejos. Así que me voy progresivamente lejos, me voy al amor, creo que tanto por razones personales como colectivas. El amor, la pasión antipolítica por excelencia. Arendt, aunque sea siempre recordada como una pensadora de la amistad, ha escrito cosas muy profundas sobre el amor. Se nota que es alguien que ha amado, y con gran intensidad. Comparaba el amor a la música (la política tendría más que ver con la palabra). Ella lo veía más o menos así: los amantes creaban entre ellos una música que les sacaba del mundo. Es como una atención tan intensa dirigida solamente a alguien que uno deja de ver a todos los demás. Solo hay uno, en el amor, una misma música. Para Arendt, la obra del amor era el hijo, que se ponía luego entre los amantes y los traía de vuelta entonces al mundo. (Ya sé que todo esto suena muy tradicional, je m’en fous.) También me ocurre que me cuesta mucho leer, solo consigo leer algunos poemas que creo que me hablan de mi experiencia personal, escuchar algunas músicas, ver algunas películas. También me cuesta mucho trabajar, quiero decir, ese trabajo aparente intelectual, que tiene que ver con cosas superficiales (congresos, artículos...) pero en el que siempre uno pelea por colar algún elemento de contrabando, algún pequeño caballo de Troya. Y también me vuelvo tal vez algo melancólico dentro de mi exaltación habitual y mis ganas de disfrutar de la vida y de hacer el tonto; quiero decir, no sé si es melancolía, pero también me vuelvo de vez en cuando al mundo antiguo, a las antiguas historias, me vienen a la cabeza. Esas que nos hablan con una riqueza y una profundidad inigualable - y tan difícil de soportar para nuestra civilización - de lo que es la experiencia humana. Ulises, como decía Adorno, es el héroe burgués: disfruta del canto de las sirenas en toda seguridad, solo como un bello espectáculo, como uno de esos burgueses ignorantes en el Teatro Real, mientras los otros trabajan para él. Es el hombre de la ciencia, del conocimiento, de la ilustración: el héroe de la métis, de la astucia. También es el experto, el astuto, el hombre de negocios: y para quien la música solo es un divertimento, un pasatiempo agradable que otorga cierta distinción. Kafka dijo que tal vez no era el canto de las sirenas lo que era al mismo tiempo tan atrayente y tan aniquilador como el abismo del mar, sino su silencio. Pero en cualquier caso, hay un elemento del mito que me parece que no es analizado habitualmente, o si lo es, no recuerdo o desconozco: es la multiplicidad de las sirenas (como las jovencitas en flor de Proust). Por qué siempre es una masa indiferente de sirenas? Por qué las sirenas siempre son muchas y nunca es nadie en concreto? Como Briseida, Criseida, etc., en La Ilíada, también. Suele decirse que los griegos no sabían lo que era el amor. Yo no lo tengo tan clarísimo. Solo hay que pensar en Orfeo (aunque tal vez haya algo más oriental ahí, pasado por el filtro griego). Orfeo amaba a Eurídice, no a las sirenas en general, ni a las jovencitas en flor en general, ni a Briseida, Criseida, etc. en general (aunque hablar de amor en La Ilíada es ciertamente complicado, como en tantos textos griegos). Pero claro, Orfeo no era un guerrero, ni un hombre de negocios, ni un seductor. Orfeo era un músico, el mayor poeta que nunca existió. Eurídice le fue arrebatada por el Hades, por la muerte. Podía traerla de nuevo de vuelta con su música, al ser esta tan sublime y poderosa, pero no debía mirar a su rostro hasta que Eurídice volviese a estar entre los vivos y ellos volviesen a encontrarse. Tenía que desviarse de su amor, inventar una música que trajese de vuelta a su amor y al mismo tiempo desviar totalmente la mirada de ese amor. Ese gesto simultáneo y contradictorio, de absoluta atención y absoluta inatención, no consiguió realizarlo hasta el final, como se sabe, Orfeo. Eurídice no volvió entre los vivos, Orfeo no volvió a mirar a ninguna otra mujer, y por tanto dejó de cantar y vivió siempre amargado. Es la verdadera tragedia del amor. Espero, deseo que sea evitable, porque realmente quiero ser feliz y no deseo nada más en este mundo, siendo un poco también el astuto Ulises de la larga vida, siendo un poco también el heroico Aquiles de la vida breve, siendo siempre también un poco el seductor proustiano que pierde el tiempo con frivolidades pero que luego lo recupera, pero siendo profundamente Orfeo y nada más que Orfeo. Recuerdo que Michel Foucault, en El pensamiento del afuera, un texto dedicado a la experiencia literaria de Blanchot, se interroga sobre lo que llama “el poema órfico de la ausencia de interioridad”, y si no recuerdo mal, también lo contrapone a Ulises. Creo que voy a volver a leerlo, tal vez dé alguna clave para orientarse en estos peliagudos asuntos. Una de las asambleas más extraordinarias que recuerdo durante el 15M (aunque tal vez fuese inmediatamente
posterior al “dejamos las plazas pero nos mudamos a vuestras mentes”), que ocurrió por la noche, en un hotel ocupado justo al lado de Sol, el Hotel Madrid, uno de esos viejos hoteles madrileños, con los cuartos no muy grandes ni lujosos, pero coquetos, con encanto, con una hermosa terraza, con esa sobriedad de los viejos edificios de allí, con ese encanto aristocrático, de pequeña pero altanera aristocracia, tenía que ver con un proyecto de universidad. Lo asombroso del 15M, por si alguien no lo recuerda, era la diversidad de sus manifestaciones. Había quien decía que lo que había que hacer era una universidad popular; pero aparte de ser un eslogan conocido, yo no acababa de entender qué querría decir exactamente eso. Significaba tal vez que solo las personas pobres, de clases populares, podrían asistir a los cursos de esa nueva universidad? Pero las personas pobres ya no van a la universidad pública (yo al menos allí no he conocido a muchos millonarios), cuál sería la diferencia? Tal vez quería decir entonces que sería una especie de escuela-ONG, de ayuda pedagógica o educativa a los desheredados de la tierra? O una escuela independiente, como una cooperativa de profesores, una universidad que funciona igual que la habitual pero en la que cambia el dueño? Era realmente difícil saberlo en ese momento, y me parecía entonces que la idea no era lo bastante fuerte, no iba a llevarnos muy lejos, entraríamos en inercias que nos llevarían de vuelta a lo habitual, etc etc. Esa idea de universidad popular era la idea de los anarquistas, creo. Pero lo interesante en el 15M es que las ideas eran escuchadas, eran consideradas, cualquier idea; cualquier idea siempre que no fuese exclusiva, que no pretendiese ser la única e imponerse a todas las demás: cualquier idea inclusiva era escuchada y tomada en serio y en consideración. Y eso hacía que las personas también se tomaran muy en serio lo que decían, que solo hablaran si pensaban que realmente tenían algo que decir (eso en los buenos momentos, o era lo que se intentaba al menos, evidentemente). Y cuando una idea había sido expuesta, surgía otra idea al lado, que ni siquiera la contradecía, que simplemente se ponía a su lado, a veces ni siquiera era del mismo tipo, y por eso para las mentes superficiales el 15M daba esa impresión de desorden, pero que siempre tenía que ver con el mismo punto, lo que se estaba tratando. En este caso: qué tipo de nueva universidad vamos a construir en una de las plantas de este hotel ocupado? Y al mismo tiempo, evidentemente, había otras asambleas en otras plantas tramando para construir váyase a saber qué ingenios. Si no recuerdo mal, la asamblea a la que me refiero ocurría en uno de los pisos superiores, no sé tiene alguna relación con la pirámide social de tipo platónico, curiosos azares. Luego había, como era tan habitual en Sol, muchos jóvenes o no tan jóvenes profesores sin empleo, o muchas personas que habían aprendido algo y querían enseñarlo, mostrárselo a los otros, que consideraban que tenían algo que transmitir a la sociedad pero la sociedad no lo permitía. Entonces hubo alguna intervención en ese sentido, en el sentido de que era importante que las personas a las que la sociedad no valoraba pudiesen mostrar su valor, y que la nueva universidad podría contribuir a ello. Recuerdo que ahí intervine, para decir algo en plan radical del tipo que no solo queríamos reproducir o ampliar la universidad que ya existe, o ser admitidos en ella, sino cambiarla, hacer una diferente. Y luego estaban los locos de asamblea (y quién entonces no se volvió un poco uno?), los que se notaba que estaban asambleados desde hace una eternidad, que habían cambiado de aspecto, que se habían metido tanto en el movimiento que se les había hecho como un nuevo rostro, nuevos gestos, etc. Esa gente un poco delirante a veces pero con mucha imaginación, que eran realmente los “líderes” del 15M, líderes que fueron anónimos y seguirán siendo anónimos siempre probablemente. Bueno, pues uno de ellos nombró la posibilidad de construir algo que él llamaba una “facultad de interrogantes”: toma ya. Y esa idea llegó como llegaban las ideas geniales del 15M, como algo al mismo tiempo banal y al mismo tiempo profundo, como una de esas cosas con las que uno se sorprende pero que al mismo tiempo justo después parecen obvias, tras lo que uno se dice: cómo no se me había ocurrido antes? Y que al mismo tiempo siempre seguía siendo dudosa, generando expectativas, acuerdos y desacuerdos... Creo que era solo un nombre, pero de esos que hacen soñar. Porque de repente, toda la mierda de la universidad se viene abajo: toda esa idea de que lo que se vende en las universidades, y por lo que los estudiantes pagan, es ese saber tan palpable y tan positivo que puede ser medido por créditos y por horas y reconocido por títulos pseudo-nobiliarios. Toda esa idea boba, capitalista, burocrática, reificada, se venía abajo de repente. Y entonces recuerdo que comenzamos a pensar, o comencé a pensar, pues no sé hasta qué punto eso era algo colectivo, pero creo que la propuesta de “facultad de interrogantes” había generado cierto consenso en esa pequeña asamblea, pensábamos en cómo sería esa facultad de interrogantes, cómo la hacemos, por dónde empezar. Y entonces se me ocurrió lo siguiente, y creo recordar que me atreví a contarlo. Sería, más que una universidad o una facultad (signifiquen esas palabras lo que signifiquen), una coordinadora. Una coordinadora de saberes, experiencias e interrogantes. Saberes: por ejemplo, uno llega allí y quiere aprender a hacer algo concreto; por ejemplo, quiere aprender cómo se fabrica una casa, qué tipos de casas pueden fabricarse, a cuánta gente se necesita para fabricar una casa, qué tipo de mteriales, qué tipo de saberes diferentes están implicados; pues bien, se le dirigiría al grupo que se preocupa también e investiga ese tipo de cosas. Y evidentemente esos grupos pueden empezarse también, etc. Experiencias: por ejemplo, alguien conoce muy bien China, ha estado allí muchas veces, se interesa por su historia literaria, por el funcionamiento de sus instituciones, y entonces comparte sus experiencias con otras personas interesadas por China. O grupos de personas que tienen cierta experiencia en fotografía, por ejemplo, que conocen la historia de la fotografía, que llevan muchos años en el tema, y pueden compartir su experiencia con otras personas apasionadas por la fotografía. E interrogantes: qué pregunta tienes? Quién domina el mundo? Pues mira, esa gente se reúne tal día a tal hora en tal sala. O qué es el amor? Pues mira, ese grupo se junta tal día a tal hora. Cuál es el significado de la vida humana? Etc. Luego hubo problemas en el hotel, aparentemente había pequeños hurtos, alguien se estaba llevando el cobre de no sé qué conductos. Se rumoreaba que era gente de Respeto (aunque tal vez esos rumores también indicaran los sentimientos encontrados que solía generar esa comisión que decía solo querer generar respeto, solo querer generarse a sí misma). Pero no hubo tiempo para enfrentar esos problemas. Poco después el hotel fue desalojado por la policía. Las autoridades tal vez consideraron que como el movimiento estaba de retirada no había que andarse ya con contemplaciones. Y el caso es que muy probablemente, aun así, esa idea de la coordinadora de saberes, experiencias e interrogantes no habría tomado la forma que yo imaginaba, como individuo: y tanto mejor. Pero estábamos en el buen camino. O en un camino interesante, en cualquier caso, uno de esos caminos que no sabe uno a donde van a llevarle, como en uno de esos paseos en los que el hecho de estar caminando ya es el mayor placer, o en el que uno va buscando un tesoro viendo al mismo tiempo que la búsqueda es el tesoro, y un camino extraño, lleno de obstáculos, arriesgado también, por supuesto. Me quedé pensando, me quedé pensando... Alguien se ha dado cuenta de lo bonita que es esa expresión?
Quiero decir, del modo en que traduce tan claramente algo real? Pues muestra cómo el pensamiento es algo involuntario, algo que le viene a uno, como una fuerza que hace pensar, que nos aguijonea (la fuerza de la avispa Sócrates): y entonces uno se queda pensando. Se queda: pensando. Si no fuera porque iba a parecer rollero y porque me parece que por desgracia no a todo el mundo le gustan tanto estas historias de griegos como a mí, me quedaría ahora un rato demostrando que Platón ya entendió que el pensamiento era así, una potencia natural (el “natural filósofo” que diría la gran Monique Dixsaut), y en absoluto algo voluntario, metódico, consciente... Pues solo hay pensamiento -consciencia- cuando también hay ese aguijón, esa fuerza: y las dos cosas son inseparables. Pensar es dar forma a una fuerza natural. Y precisamente, en lo que me quedé pensando es en que, por mucho que los capitalistas, los curas, coachers y demás traten de convencernos incesantemente de que el sexo es la forma más intensa y transgresora del amor, y si este argumento no funciona, entonces que es algo normal, rutinario, algo saludable, que es útil para la salud de los individuos y del cuerpo social en su conjunto, y ni digamos para la reproducción de la raza de los trabajadores, en realidad no hay nada más intenso que el amor platónico. Quiero decir, el deseo que se esfuerza, que se lanza, el amor por lo que está lejos. El deseo que hace imaginar, escribir, el amor que produce el arte y la belleza, porque primero la acoge. Y eso no es todo. Creo que es tan intenso, como todo lo que tiene que ver con pensar es tan intenso, que por eso también necesita recogerse, descansarse, necesita del cuerpo, del cuerpo del otro, de lo que está lejos. Necesita encarnarse para no enloquecer. Necesita de las caricias, de la concentración en el cuerpo que viene gracias al sexo. El peso del cuerpo, la oscuridad del cuerpo, hay algo más bonito, más lírico que eso? Y la intensidad de la sensación, que concreta la del pensamiento? El amor consigue que sea una delicia tener un cuerpo sexuado. Ahí uno siente (también en otros momentos) que es maravilloso tener un cuerpo. Pero la cuestión es: cómo hacer para que el amor platónico no desaparezca? Cómo no recaer en los malos instintos, en la rabia, en la compulsión de repetición? Alguien lo ha conseguido? Tal y como puedo entenderlo (quien escribe es un hombre, “une ombre”, una sombra; y además ni de lejos es especialista en el tema) el significado del feminismo, en tanto que una especie de movimiento de transformación cultural, es promover la amistad, un nuevo tipo de amistad tal vez. Sé que el feminismo puede ser muchas cosas, puede ser un lavado de cara del capitalismo, puede ser luchas muy radicales, hay feminismo de arriba y de abajo, del centro y de la periferia. Hay el feminismo de Silvia Federici, el de Judith Butler y el de Beyoncé. Que haya también un feminismo de Beyoncé no significa que el feminismo sea algo frívolo: que haya llegado a ser una moda muestra al contrario su fuerza, y es cierto que es realmente el único movimiento de transformación cultural poderoso que hay hoy en día. Y que quienes defendían la continuidad del régimen neoliberal “sensato” se basaran en el “feminismo” encarnado por Hillary Clinton, o que luego otros propongan una “feminización de la política” en base a una estrategia semejante a la de los partidos comunistas con la consigna de la “proletarización del partido” son diferentes pruebas de esta fuerza. Sobre todo noto esa cuestión de promover la amistad en los textos militantes, los textos de “concienciación”, dedicados a denunciar el patriarcado. Creo que en el fondo, aunque a veces parezcan violentos (pues cómo se puede cambiar cualquier cosa sin que nadie lo note ni se sobresalte? Y en todo caso, no deja de ser una violencia discursiva, ese tono empoderado...), lo que buscan es eso. Promover la amistad entre las mujeres, tal vez, aunque eso todavía no parezca muy cercano, pero lo que me parece más evidente sobre todo es promover la amistad con los hombres. En el fondo es como decir, mira, lo que llamábais “guerra de los sexos” (esa que, según el bon mot de Kafka, siempre acababa en la cama) no es ninguna guerra, sino una estructura de dominación, o una guerra en cualquier caso asimétrica, como la ocupación permanente de un país enemigo. Y a esa guerra o a esa dominación se le ha dado nombres sublimes: amor, pasión, deseo... Así que me parece que frente a eso el feminismo tiene una doble actitud. Evidentemente, la primera es la de: no vamos a tolerar ninguna violencia más, vamos a luchar contra la violencia de los hombres sobre las mujeres allí donde se dé. Lo que, como todo el mundo sabe está muy lejos de lograrse, y es un asunto extremadamente importante. Es lo que podemos llamar el feminismo macro. Ese feminismo es compartido en general por todas las tendencias algo liberales. También es usado como arma ideológica, como se sabe, por el establishment neoliberal, en sus guerras contra los pueblos “atrasados”. Pero luego hay un feminismo más micro, que no tiene un objetivo tan claro (o es un objetivo infinito, una tarea inacabable), me parece, como el de acabar con la violencia machista, y que tiene que ver más bien con eso que decía de promover la amistad, o relaciones de amistad entre los sexos. Esa sería la segunda actitud del feminismo: sed nuestras amigas, comprendernos, somos personas como vosotros. Abandonad no solo esos “amores patológicos” de la dominación machista, sino el amor en general, y seamos amigos, compañeras. Es como decir: comprendednos, comprendámonos. Comprended a las mujeres que os rodean, comprended que una mujer es algo, es ciertos tipos de cuerpos, cierto tipo de potencias asociadas a esos cuerpos, pero también una mujer no es nada, es cualquier cosa, y es mil cosas. Una mujer es una escritora, una política, una trabajadora, una militante, como muchos hombres lo son, y no una amada, una esposa, una madre, una esclava sexual. Esa me parece ser la segunda actitud del feminismo: es la promoción de una amistad que quiere acabar con la diferencia de géneros, con el hecho de tener que adoptar el papel de un género determinado a causa del sexo con el que se nace. Esta tendencia, la tendencia “profunda” por así decirlo del feminismo, me parece igual de importante o más que la más macro. Pues uno realmente aprende mucho leyendo a las feministas o hablando con ellas, quiero decir, uno siendo hombre, uno masculino. Aprende mucho sobre cosas precisamente del rol de género masculino, que apenas había pensado, que parecían “naturales”. Y eso es extraordinario. Por eso me parece que en general lo que piensan las mujeres últimamente es bastante más interesante que lo que piensan los hombres, más novedoso, inesperado, etc. Pero luego no sé si hay una resistencia en mí (el patriarcado en mí!), o algo que no acabo de entender, que es el asunto del amor. Por ejemplo, hay quien habla de “agamia”, que es una manera como más técnica de llamar a lo mismo que Gainsbourg llamaba “anamour”, y que es precisamente lo que estamos llamando aquí de una manera más positiva promoción de la amistad. En general puedo entender perfectamente que las mujeres, cuyo género siempre ha estado ligado a ejercer las funciones del amor, cuando quieran emanciparse sospechen mucho del asunto. También entiendo pefectamente que la amistad es una relación mucho más política que el amor (Arendt decía incluso que el amor es la más poderosa de las fuerzas anti-políticas, porque extrae a los amantes del mundo común, cuando para ella la amistad es la clave de la política, porque hacerse amigos es hacer existir un mundo compartido). En fin, que puedo entender toda esa sospecha o aversión al amor. Pero el punto es que puedo entenderlo, pero no comprenderlo: en realidad no lo comprendo ni un poco. Quiero decir, me parece imposible el anamor, o en todo caso, posible o imposible, yo no querría vivir en un mundo así. No puedo verlo de otro modo: todo lo que tiene que ver con el pensamiento, con la creación, también tiene que ver con el erotismo, con el deseo. Pero lo interesante de que el feminismo exista, me refiero lo interesante para mí por ejemplo, es que tal vez en algún momento va a contribuir a que ese deseo aparezca de una forma más pura, más purificada precisamente de todo lo patológico. Y no me refiero a un amor más “racional” o espiritual, sino todo lo contrario, más presente, más corporal, más vital. Y entender un poco mejor ese deseo, que existe de hecho, y al que por nada del mundo querría renunciar. Supongo que en estas cuestiones es imposible no hablar en nombre propio. Creo que uno de los puntos fuertes de la intervención intelectual de Arendt en los debates sobre la política
moderna fue precisamente el de habernos recordado el contenido concreto del ideal político antiguo, que habíamos perdido casi que completamente de vista en los tumultos modernos, con las esperanzas y decepciones suscitadas por las revoluciones. Ese ideal no era otro sino el ocio, la vida ociosa. Eso que también fue llamado libertad, en un sentido que tampoco es muy próximo al de nuestra experiencia común de la palabra, que como Arendt también señaló, tiene que ver más bien con la liberación, con el hecho de liberarse de una opresión. El ideal de la vida en común, de la vida en sociedad, era para los antiguos el ocio: y eso es lo que debía conseguir la política y lo que era la política. La finalidad de la política era inmortalizar a los hombres: es decir, hacerlos semejantes a los dioses, a esos inmortales y bienaventurados. Leí recientemente unas frases de Théophile Gautier, citadas por Proust, que remiten al mismo ideal: “La risa no es absolutamente cruel por naturaleza; distingue al hombre del animal, y es, como aparece en la Odisea de Homero, poeta griego, el rasgo principal de la existencia de los dioses inmortales y bienaventurados que ríen olímpicamente durante toda su borrachera en el ocio de la eternidad." Proust contaba cómo le fascinó esa frase cuando la leyó siendo niño en una novela sin importancia, como si ella al mismo tiempo hiciese acceder y velase el camino al último objeto de deseo. Creo que es algo que habría que recordar constantemente, y que aquellos que han significado algo en la modernidad comprendieron perfectamente. Marx, por ejemplo, siempre pensó con el contenido de ese ideal sus prefiguraciones de la sociedad sin clases. Pues el ocio, como supo también Aristóteles, es el único ideal posible de la vida humana, de esa vida cuya única finalidad es disfrutar de sí misma, de sus propias potencias y de su propia actividad: praxis. El resto de ideales (trabajo, ahorro, sacrificio, fidelidad, devoción, éxito...), si no son directamente engaños, no podrían sino ser ideales subordinados. Y probablemente el problema de nuestro tiempo siga siendo todavía el que identificó Marx: el de la emancipación del trabajo. Pero esa emancipación no puede consistir solamente en una liberación, en una liberación del capitalismo, que es lo que fundamentalmente esclaviza al trabajo, lo vuelve una condena, para extraer su plusvalor. Debe consistir sobre todo en hacer, organizar el trabajo desde el ocio mismo. En encontrar precisamente una libertad propia al trabajo, un ocio operativo, que probablemente aun así siempre va a ser trabajoso, penoso. Pero hay penas, como saben los poetas, los grandes (Dante, Rilke) que pueden dar lugar a las obras más maravillosas. Y la experiencia de la condena al trabajo, en una sociedad cuyo ideal fuese el ocio, es un tema poético tan riquísimo que daría con seguridad lugar a obras extraordinarias. Pero eso implicaría, evidentemente, dejar de ver el trabajo como lo que dignifica al hombre (es decir, al esclavo), o un medio de realizarse, o un medio de inserción social, o una tortura que se recompensa con dinero, es decir, con mercancías, o momentos de esclavitud capitalista que se compensan con momentos de libertad capitalista. Y evidentemente, esa misma sociedad capitalista no favorece en absoluto que esto se vea de otro modo. Por eso es tan importante que todas las personas que puedan hacerlo obren en esa dirección, en el de la rememoración de ese ideal del ocio, de esa experiencia divina, que puede tener un millón de formas diferentes de manifestarse. Y lo primero para ello es dejar de burlarse del mundo en que vivimos, y mostrar cómo es un lugar interesante, extremadamente rico, cómo puede suscitar diferentes formas de ocio. Y el trabajo debe aparecer en su justa perspectiva, como condena. Tal vez sea sí una condena de los dioses a esos mortales que poseen algo que los dioses desconocen, como decía Arendt, y es la capacidad heroica de arriesgar sus vidas. Los dioses no pueden ser héroes, en ese sentido. Y tal vez la contrapartida a esa capacidad sea la condena al trabajo, a “alimentarse con el sudor de su frente”, todo lo que simboliza el cristianismo en suma, la religión de esclavos. Por eso tal vez Simone Weil sea quien mejor ha entendido lo que es el trabajo; aunque esa comprensión la extrajo del socialismo, la metafísica revolucionaria, para llevarla al cristianismo, la metafísica de la resignación y el consuelo. Pero lo interesante en todo caso sería ser griego y cristiano al mismo tiempo, vivir con ese ideal y no huir, sino sobrellevar esa condena, para transcenderla en obras. Ayer comenzó el carnaval, bueno algunas fiestas previas, pero ya llegó, ya apareció ese espíritu en la gente. Si uno
se abandona, podría estar escribiendo durante una eternidad sobre esa fiesta maravillosa. Aquí dicen “brincar o carnaval”, es decir, “jugar” el carnaval. Y es, realmente, eso: como un espíritu de juego que se apodera de la gente, y las arrastra siguiendo a la orquesta, que siempre toca las mismas canciones que todo el mundo conoce. Es como que todo el mundo se vuelve niño de nuevo, un devenir-niño que rompe la rigidez, vigilancia y desconfianza de las relaciones sociales habituales. Un gran contento colectivo. Y ni siquiera tiene que ver con los disfraces. Tiene que ver, también, con que es una verdadera fiesta popular, y eso es algo extraordinario, porque en Europa nunca lo había conocido. De ahí que estar en el carnaval también sea como estar asistiendo a una película maravillosa e interminable, por la belleza de las relaciones que se generan entre las personas, y la libertad y la gracia de los movimientos cotidianos de los cuerpos y sus encuentros. Eso en Brasil ocurre mucho. En Europa todo es mucho más feo, rígido, regulado, gris: la sociedad está mucho más padronizada, atravesada en todos sus poros por el capitalismo, con la policía al lado todo el rato, etc. Pero en Brasil esa belleza de la vida convive con una desigualdad e injusticia muy profunda. Así que son las dos cosas a la vez. Uno puede quedarse sentado en una mesa de un bar y estar disfrutando como un loco simplemente mirando a la gente. Pero luego hay algo doloroso, también. Pero no quería hablar del carnaval, sino de algo que estuve pensando ayer, durante el carnaval, que no tiene nada que ver. En un detalle de la vida del alma, que son los procesos de identificación. Me ha ocurrido recientemente, leyendo una novela, se llama “Ella y él” de George Sand. Y entonces recordé todas las veces (realmente muchas) que me ocurrió algo parecido. Es de repente darse cuenta que uno está volviéndose uno de los personajes: que imita, que se apropria, o que se siente identificado con ese personaje (es el “él” de la novela, que supuestamente está basado en el pianista Chopin, que en la novela aparece como un pintor). De repente me apetecía hacer un poco más el loco, como él: no controlarme tanto en algunos aspectos... En fin, probar algo ligeramente nuevo. Es curioso, porque esa identificación no tiene nada que ver con que encuentre rasgos semejantes entre ese personaje y “yo”. Pero tal vez siempre me hayan fascinado ese tipo de personajes. No algo que ya soy, sino algo que me interesa ser, que me produce curiosidad ser. Y entonces uno puede experimentarlo un poco, no solo pensar sobre el asunto, sino experimentarlo un poco en la vida cotidiana. Pues en realidad es así como se forma la “personalidad”: a partir de un sinfín de identificaciones de ese tipo, con personas que uno va conociendo (y sobre todo con eso que uno no conoce pero imagina de ellas, adivina, inventa...), con personajes de novela o del cine, con cantantes que a uno le gustan, filósofos, escritores, lo que sea. Creo que tiene que ver con el amor, con el deseo. Salir de sí mismo, ir experimentando vidas de otros, para tratar de entenderlas, y entender así más la vida, quiero decir, la vida humana. Por eso también me quedé pensando que es un error la teoría de Brecht, que quería acabar con las identificaciones en el arte, para hacer un nuevo teatro científico. En el que uno no se identifica, no se proyecta en el otro, sino que se separa, se extraña de los acontecimientos para así verlos desde fuera y comprenderlos mejor. Gran error, pues no hay comprensión sin deseo, amor... Y eso tiene que ver con vidas humanas, con destinos. Brecht quería despertar el instinto científico en el público del teatro. Eso es muy bonito. También es un gran escritor, un gran artista, y eso le vuelve en cierto modo incriticable, y es un hecho. Pero creo que esa teoría en realidad era muy abstracta. Y también me quedé pensando en qué poco se parece eso con las identificaciones en política. Quiero decir, esa cosa de la política profesional de buscar a personajes con los que el pueblo se identifique. No me refiero solo a las construcciones de tipo mesiánico, o las más obvias y kitch tipo Trump. También a las más corrientes, del tipo Rajoy, en plan: bueno, es un tipo sencillo, campechano, no sabe ni pronunciar una frase con sentido, debe de ser medio tonto. Lo que tiene sus ventajas. En la “sabiduría popular”, tonto es igual a bueno (“es tan bueno que es tonto”). Y un tipo tan imbécil es imposible que tenga malas intenciones, planes maquiavélicos, etc. Al menos no va a pasar nada peor con él: y así se tiene a un gran líder de las tendencias conservadoras de la sociedad. Pero precisamente, es imposible identificarse con un líder político. Pues esa política representativa existe para que nadie haga política. Al revés de los personajes de ficción y de los misterios de las personas reales, esos personajes políticos no tienen nada en común con nosotros. Por eso es imposible entender la “política” representativa. Por eso las comparaciones con el teatro son malas; ya quisiera esa “política” parecerse en algo al teatro. En realidad es una sociedad cortesana, que pide que solo la observemos desde la cocina, que nos impide acercarnos a ella, que nos dice que hagamos nuestro trabajo sin importunarla. Todos los progresos de la democracia no han tocado ni un pelo a esa corte. Seguimos en el antiguo régimen, queridas. Aunque no hay nada de necesario en esa situación, evidentemente. En los últimos días, entre fiebres, clases, ocuparme de gatos, trabajar en artículos, soñar despierto y alguna fiesta, he estado dándole vueltas de vez en cuando a esa expresión “no se entiende”. Normalmente se usa como un reproche, del tipo: ese texto no se entiende, ese autor no se entiende. Es un juicio (negativo), no una simple constatación neutra: pues que algo no se entendiese directamente, podemos imaginar, también podría tener un sentido positivo, del tipo, es un misterio, qué interesante, qué habrá ahí, nunca había visto algo así, dónde me va a llevar eso, etc. Y lo curioso es que ese tipo de reproche, de juicio negativo, suele ser usado no por personas inexpertas, sino por quienes pretenden encarnar algún tipo de magisterio del pensamiento, del saber o de la cultura. Los estudiantes, por lo que he visto, tienden a decir “no lo entiendo”, y no “no se entiende”. En el sentido de: “es algo que puede entenderse, solo que yo no consigo entenderlo puntualmente, no sé lo bastante, etc.”; y si la desesperación llega, “algo que yo no consigo entender de modo alguno, pues debo de ser un poco idiota o limitado, debo de pertenecer a una subclase de la humanidad que no está destinada al ejercicio de la inteligencia, etc.”. Una posición sin duda más modesta, en cualquier caso, que la de quien dice “no se entiende” (hay que tener en cuenta que están diciéndoselo a un profesor, a alguien que tiene el poder de suspenderles o aprovarles). También hay reproches entre los estudiantes, del tipo “es muy difícil, imposible”, pero siempre me ha parecido que tenía que ver con la tendencia general a la pereza de los seres humanos, la tendencia a no querer trabajar, a no querer pensar, a no querer probar cosas nuevas… La pulsión de muerte, de repetición, vaya. (También se manifiesta en ocasiones la tendencia contraria, evidentemente). Por otra parte, la frase “no se entiende”, en el sentido de “ese autor no se entiende”, podría significar: “ese autor no se entiende a sí mismo”. Es decir, que está loco, es incoherente, su discurso cae en perpetuas contradicciones… Pero entonces esto habría que mostrarlo. Y para mostrarlo habría que leerlo atentamente y analizarlo. Pero entonces ya estaríamos entendiendo algo; algo que podríamos compartir o no, ciertamente, pero que podemos entender, que estamos entendiendo de hecho, y que podemos comunicar a otros. E incluso si no lo compartiésemos tendríamos que decir por qué. Pero precisamente la función de la frasecita “tal autor no se entiende” sea probablemente la de evitar hacer ese trabajo, ese trabajo de lectura, de análisis, de poner en riesgo mis certezas frente al discurso del otro, de abrirme al pensamiento del otro. Y no solo evitar hacerlo uno mismo, sino que lo hagan los otros. Creo que siempre que alguien dice “eso no se entiende” está diciendo en el fondo que es mejor no entenderlo. Está diciendo: “evidentemente, yo lo entiendo, pues mi profesión es entender, pero precisamente porque lo entiendo, puedo deciros a vosotros, incautos profanos, que no abráis esa puerta, pues en realidad no hay nada detrás, no hay nada que entender en el sentido de que no hay nada bueno ni verdadero que entender, es un libro lleno de errores, mentiras, frivolidades, contradicciones, etc., que me ahorro mostrar y os ahorro escuchar”. Pues quien dice que “eso no se entiende” está diciendo en realidad que entenderlo sería un riesgo, un peligro para la salud de la sociedad, para la moral de las personas de bien. Precisamente por eso quienes dicen “no se entiende” suelen ser personas que ejercen algún tipo de magisterio intelectual, profesores, escritores, especialistas de la prensa cultural, demagogos y demás líderes de la opinión, etc. Y no tiene que ver con la posición política o ideológica: alguien puede decir tranquilamente de un autor que “no se entiende” y al mismo tiempo pensar que está trabajando en su nicho cultural a favor de la democracia, los derechos humanos o el final de la violencia machista. Hay algo más transversal, más profundo ahí, tan evidente que ha llegado a ser algo que no es ni de izquierdas ni de derechas. Así que es un asunto muy pesado, pues es tener a multitud de personas que ejercen magisterio intelectual y multitud de líderes de opinión diciendo: no leáis. (No solo ocurre con los libros, claro, también con el cine, “esa película no se entiende”, con mil cosas más.) Siempre en nombre del sano sentido común, que esos sabios y especialistas de la opinión conocen tan bien. En realidad el “no se entiende” es un gesto de violencia, supongo que a veces de autoprotección (pues cuando uno lee algo de verdad no sale indemne de lo que lee, y puede ser una experiencia real, un peligro real que puede cambiar la vida), pero en todo caso un gesto que quiere parar el pensamiento y la comunicación por contagio que le es propia. Es colocar un cordón sanitario alrededor de tal autor, tal obra, tal tipo de escritura o de pensamiento, etc. Por eso creo que el conservadorismo actual, que puede convivir con cierto progresismo aunque cada vez lo haga menos, tiene que ver profundamente con eso, con toda esa policía de pensamiento, con todo ese menosprecio de todo lo que es diferente de la experiencia común, de todo lo que es problemático en la cultura, lo no directamente asimilable por las formas de vida actuales, etc. Y eso, perdonen ustedes, me da que va a tener que ver con cierta formación capitalista de las relaciones sociales, eso que se llama de una manera simpática “neoliberalismo”, y que efectivamente tampoco es de izquierdas ni de derechas sino que afecta a todo el mundo y nadie tiene una posición privilegiada en eso. Las crisis y transformaciones de la cultura son mucho más profundas que la disputa política aparente. Aunque tampoco es tan así. También lo que veo, en ambientes tal vez menos representativos de un punto de vista estadístico (estatal) pero mucho más reales y palpables, del tipo experiencia cotidiana, en el trabajo, con las personas con las que me relaciono, etc., es que sigue habiendo muchas personas que lo que sobre todo quieren entender es precisamente eso que los demagogos dicen que “no se entiende”. Aunque también es cierto que esas personas lo tienen casi todo en su contra en la sociedad actual, y están en una posición más de resistencia que de otra cosa. Pero quién sabe si en algún momento incluso por error y malentendido se da una renovación cultural, una poesía nueva. O simplemente poesía, hoy. Quiero decir, evidentemente que hay algunos poetas; pero me refiero a algo que toque a la sociedad, que la afecte, que se vuelva “moda”, incluso, si se quiere. Recordé, antes de comenzar a escribir esto, unas frases que escuché de Hannah Arendt recientemente. Ella decía que nunca estuvo interesada en convencer o influenciar a nadie, en tener un peso en los debates políticos de la actualidad, etc. Le parecía esa una visión excesivamente macho del oficio del “intelectual”, o más bien del trabajo del pensamiento: siempre tratar de ejercer un poder, incluso en los debates de opinión. Ella afirmó al contrario escribir no para influenciar a nadie sino para comprender ella misma. La filosofía es en ese caso una vuelta a sí, pero también trata de construir un reflejo puro del mundo, un espejo. Y si otras personas concuerdan con esa comprensión, eso le hacía sentir a Arendt que estaba en casa: no en Alemania, en Israel o en Estados Unidos, sino que vivía en un mundo humano, un mundo formado por semejantes. Estar en casa, se dice en alemán “Heitmat”. Y los refugiados, como ella, eran llamados “heitmatlosen”, sin patria. Así, el pensamiento no es producto del deseo de influenciar a los demás, sino una práctica de hacer de cualquier lugar una casa, de cualquier pedazo de tierra hostil un mundo humano. El pensamiento, en este sentido, produce exactamente lo que llamamos en política una “okupación”. Aunque esta actitud de Arendt nos recuerda, precisamente, que cuando okupamos un espacio no es tanto para influenciar sino para comprender. Tratamos de organizarnos para darnos los medios materiales que nos permitan pensar en la situación. Pensar en común, es decir, asambleados. Y cuando pensamos en común, construimos un mundo: un mundo en el que el valor de cambio no tiene ninguna importancia, en el que se trata de acabar con todas las formas de la explotación y de la división del trabajo, en el que se afirma con toda la fuerza posible la igualdad entre cualquier persona y cualquier otra, y se lucha por extraer en la práctica todas las consecuencias posibles de esta afirmación, desde la propia organización de las deliberaciones en las asambleas. Hace poco escuché en la radio a Chantal Mouffe, hablando sobre Nuit Debout. Para quien no la conozca, es una teórica del nuevo populismo, escribió un libro famoso con Ernesto Laclau. Hacía una oposición interesante: entre lo que llamaba una política asociativa y una política disociativa. En la primera clasificaba, evidentemente, toda la secuencia de los últimos años de ocupaciones de plazas públicas, entre Tahrir y République. Ese tipo de política está centrada en la tentativa de construir un común, precisamente, tanto material (la acampada) como político (las asambleas): de organizar la vida en común, de deliberar en común y de llevar a cabo acciones en común. Ella decía que este tipo de política no se posicionaba contra cierta forma de comprensión dominante de la democracia, según la cual lo importante es producir un consenso de gobierno. Sino que compartía la misma idea de la democracia consensual, sólo que pensaba que el problema es que esta democracia consensual no era real, y que entonces lo que había que hacer era producir un consenso democrático real. Un sueño no se sabe si más pueril o demencial: que el pueblo entero llegue a algún consenso sobre la vida en común. Lo que había que practicar, según Mouffe, frente a este tipo de política asociativa (que no despreciaba, sin embargo, pues había producido una “politización”, muchas conciencias se habían despertado gracias a ella, etc.), era una política disociativa. Una política que abandone esos delirios de consenso universal, y afirme valientemente que la política es antagonismo, que el problema precisamente es el consenso, y que lo que hay que producir son más conflictos. Por otra parte, esa política disociativa es una política claramente institucional. El problema no es la “democracia representativa”, sino que la democracia que existe no es suficientemente representativa. Hay que introducir un conflicto en la representación, para producir... ¡una democracia representativa real! Pues sin conflicto, sin antagonismo, como todos los autores de tragedias y de telenovelas saben, no hay drama, no hay acción, y sin drama el espectador no se interesa por lo que es puesto en escena, y puede llegar a querer otra escena, otra política en la que él tenga algo que decir. Hay que hacer una política aristotélica, que no descuide las pasiones de los espectadores sino que se dirija a ellas. Así sería posible revitalizar la democracia representativa, para dividir desde ahí desde nuevo a la sociedad, que el pueblo se apasione por sus líderes, y quién sabe si así volveremos a ver una gran política, si no comunista al menos algo socialdemócrata. El problema es que Aristóteles era precisamente un pensador de lo común, que pensaba que el objeto de la política era el bien común: eso sí, un bien común completamente jerárquico y conservador, un buen común patriota, propietario y macho. Y la función de la tragedia purgando las pasiones populares era precisamente hacer aceptar ese consenso. Brecht y muchos otros trataron de romper con eso, y de pensar un teatro para una nueva era. Pues hay toda una serie de consensos completamente consensuales que la política disociativa acepta: las instituciones republicanas son inmejorables, los gobernantes son racionales mientras que el pueblo es pasional, el pueblo dividido no funciona sin partido, etc. Y hay toda una serie de consensos que la búsqueda que a tantas personas parece tan delirante y tan pueril de un consenso universal rompe: el principal de ellos, que la gente común o el pueblo son incapaces de pensar, de entender su situación o la situación de un país, y de organizarse para tratar de transformar esa situación. Pues la así llamada política disociativa acepta el consenso principal, fundamental, el ultraconsenso: que las palabras solo tienen un sentido. Que la institución es la institución, el parlamento es el parlamento, un pueblo es un pueblo, la democracia es la democracia, el gobierno es el gobierno. Así la política disociativa en realidad acaba con la división que trató de introducir en el mundo su más antiguo inspirador: Marx. Quien afirmó que el comunismo no podía ser el mismo mundo que el capitalismo; quien a partir de ahí analizó, cuando escribió sobre la Comuna de París, que los proletarios al hacerse con la máquina del Estado aprendían que no bastaba con tomar los viejos puestos de mandos, sino que había que transformar esa máquina por completo. En cambio, quienes tratan de practicar una política asociativa ponen en práctica, aunque sea de una manera incoativa y precaria, la posibilidad de otro mundo, de un mundo político de las personas comunes y anónimas que se sustrae al viejo mundo aristotélico de los dramas de los grandes, a los que el pueblo asiste con temor o esperanza. Y prácticamente ninguna voz oficial, ninguna voz que ya tiene su lugar en el viejo mundo, aunque sea en el viejo mundo de la izquierda, considera este hecho, ni otorga ninguna confianza a las personas que tratan de experimentar una asociación pública y popular de un nuevo tipo. Cabe preguntarse al menos si esa oposición rígida entre una política asociativa y una política disociativa nos permite entender algo de hoy, y si no habría que pensar las cosas de un modo un poco más dialéctico. El 15M okupó durante algunas semanas la Puerta del Sol, haciéndola funcionar de otro modo, hasta desbordarse y disolverse. Los nuevos partidos y colectivos han tardado mucho menos en disolverse (¿un día, una hora, un minuto, un segundo, cuánto fue realmente?) en el funcionamiento normal de las instituciones del Estado. Uno incluso podría llegar a pensar que, a pesar de las incomodidades que presentan desde un punto de vista burgués, las plazas son un lugar increíblemente más acogedor que las instituciones, si uno lo que quiere realmente es transformar el mundo, evidentemente, y no simplemente tomar el poder. |