Hemos estado trabajando en clase el Programa de sistema más antiguo del idealismo alemán. De los últimos años del siglo XVIII. Debe de ser una de las cosas más hermosas y más inspiradoras que se ha escrito nunca. Es como el primer manifiesto, el arquimanifiesto, que contiene a todos los otros, al manifiesto comunista, pero también a todos los manifiestos del arte moderno. Es el gran programa de la revolución cultural, de la revolución de la vida entera. Lo encontró Lukacs no recuerdo dónde. Creo recordar que fue durante una investigación en la que se estaba documentado sobre los trabajos del joven Hegel. Hasta hoy hay discusiones sobre su autoría: siempre se baraja a Hegel mismo, pero también a Schelling o incluso Hölderlin. En cualquier caso, tal y como lo encontró Lukacs entre los papeles de Hegel, es un texto anónimo y fragmentario. Empieza por las palabras “...una Ética.” Pero no estoy seguro de que contenga una ética. O si es una ética, lo sería de un modo tan extraño e infinito que habría que dar una nueva significación a esa palabra. O tal vez, podría ser una ética si uno hace caso a las palabras famosas que pronunció Wittgenstein: que si alguien llegara alguna vez a escribir un libro de ética todos los otros libros estallarían. Tal vez eso sea cierto, en el mundo de los libros, pero no lo es evidentemente en sentido práctico: el viejo mundo de los libros sigue existiendo: aunque sin mucho ímpetu, es cierto, más allá de las transacciones comerciales. Sea como sea, siempre preferí imaginar que era un texto colectivo, escrito por los tres amigos (tal vez alguno o alguna más, que pasó desapercibido a la historia?). Tras alguna discusión excitante, tal vez bajo algún árbol (ya se sabe lo que gusta a los alemanes la naturaleza), en la que se hablaba de Kant, del extremo rigor sólo comparable con la visión prístina de la libertad que expresó en su filosofía, propia al reformador de costumbres o incluso al fundador de pueblos y religiones (“Es el Moisés de nuestra nación”, diría Hölderlin), y también de los acontecimientos de la revolución francesa, de la nueva dignidad concedida a los más simples de los hombres y mujeres. De las posibilidades enormes que se abrían al mundo... Ese sentimiento de liberación: por fin nos van a dejar en paz los curas y las autoridades del Estado, por fin vamos a poder pensar libremente, por fin vamos a poder abrir al mundo nuestra razón y nuestro corazón; y no es ya pensar solamente, sino escribir, incluso escribir en los periódicos, comunicar, comunicarnos. Y ya no sólo pensar, escribir, comunicarnos, sino vivir libremente. Dar un mundo a esa libertad absoluta que Kant pensó en sus libros. Poco podrían imaginar, sin embargo, que quien iba a intentar construir ese mundo fueron los movimientos obreros socialistas y los intelectuales comunistas. El único de los tres preocupado por cuestiones de política aparente o histórica, Hegel, tampoco se interesó mucho por los obreros y las luchas de clases; sí por la economía política (burguesa), como buen burgués en que se convirtió – probablemente el más consecuente de los burgueses: se argumentó a sí mismo que ser burgués era una necesidad histórica! De lo cual, por otra parte, un intelectual ligado al gobierno norteamericano, un tal Fukuyama, trató de convencernos también hace poco. Pero de lo cual, me parece, nadie está demasiado convencido (ni lo ha estado nunca). Sólo que hoy en día no se ve a qué otra cosa es posible aspirar (y eso que el ideal de ser burgués es un muy triste ideal, y no es que nadie esté satisfecho con él). Pues bien, lo que trato de defender aquí es que, en realidad, ese “programa más antiguo...” es el verdadero manifiesto comunista. Y el de Marx (el del partido comunista), es una plasmación posible, entre otras, una lectura, una interpretación. Por qué ese es el verdadero manifiesto comunista? En primer lugar, la libertad, el puro comienzo, la creación de la nada. Eso es lo que cada uno es realmente. Un puro hacerse consciente, un comienzo a la vida que no ha estado determinado por nada, que no tiene más causa que sí mismo, que el propio comienzo. (Natalidad, diría Arendt.) Nada de mecánico, por tanto, en el fondo de cada uno. Esa es la primera idea, la idea fundamental sin la que no hay ninguna otra: pues si no fuésemos libres no podríamos acceder a las ideas. Luego vienen las otras ideas, a partir de esa libertad primera: mundo, humanidad (incluso divinidad e inmortalidad, pero estas van a importar menos en el resto del “programa”). Un mundo: cómo tiene que ser un mundo para un ser libre, que es una pura libertad en carne y cuerpo? Desde luego, tiene que ser un mundo liberado de la losa de la propiedad. Pero incluso, más allá de las relaciones sociales, un mundo que no sólo es físico... [eso es lo que me resulta más difícil de entender... en todo caso tendría que ver con dejar de mirar el mundo como un reloj y verlo como lo que es, una cosa viva, un gran organismo]. Pero sobre todo, la idea de la humanidad. Evidentemente, si yo soy libre, todo el resto de seres humanos es libre. Esa es en el fondo la idea de igualdad, aunque no la nombren así, que es la más importante en realidad en el manifiesto, aunque suponga las de libertad y mundo, al menos la que más se desenvuelve. Y lo más importante: es en este manifiesto donde se enuncia, que yo sepa, por vez primera literalmente lo que es la consecuencia más directa de esa idea de humanidad: la abolición del Estado, o, para decirlo más propiamente, el ir más allá del Estado. Pues el Estado no puede tratar a los seres libres más que como engranajes mecánicos. Esto es muy interesante. Ya no se critica al Estado porque sea opresor, represor, excesivamente tiránico, etc. Se le critica porque modela cierta humanidad: una humanidad que funciona como un reloj, o como una colonia de abejas o de hormigas. Y no es que toda organización sea indeseable. Pero, se nos dice, yendo más allá del Estado podríamos descubrir otra. Una organización de seres libres, y no de hormigas o de engranajes. En relación a esto, el autor anónimo (como el de la Biblia o el de la Ilíada) apunta que se abre ahí un nuevo campo de investigación. Consistiría en criticar toda esa miserable obra humana de constituciones, legislaciones, etc., que nos lega la historia. Las constituciones, legislaciones, etc., es lo que hay que destruir, para ir más allá del Estado. Y desde luego, hay que poner en lugar del Estado otra cosa: es lo que los autores llamarán una nueva religión, que adoptaría la forma de una mitología racional. En lugar del Estado, una nueva religión, una mitología racional: sería eso, el socialismo o el comunismo? Desde luego, esa nueva religión no puede entenderse completamente como una “socialización de los medios de producción”. Pues quién va a hacer eso, un Estado mecánico? Y tratando a los hombres como piezas de un engranaje, en algún momento se va a construir una humanidad libre? Por qué misteriosa dialéctica? Desde luego, en este aspecto, al llevarlo todo por la vía supuestamente materialista, en realidad positivista, de los medios de producción, poco se podría avanzar. Marx creyó que el movimiento obrero debía tomar la vía de la ciencia, que es, en efecto, la vía más prestigiosa de nuestro tiempo, pero ahí tal vez erró (tampoco tal vez estaba claro qué hacer frente a los delirios de unos y de otros, especialmente grave el del paneslavismo de los anarquistas). En su juventud, en todo caso, y eso lo sabemos por documentos, Marx quiso también ser artista. Pues no se construye una humanidad libre con la ciencia, sino con el arte. Pues, más allá de las autoridades de cada una de ellas, infinitamente mayor en nuestro mundo la de la ciencia, ni siquiera la ciencia es tan diferente del arte. La idea de belleza, dicen los autores del manifiesto, es la que une a todas las otras. No habrá más ciencia ni filosofía, sólo poesía. Sólo literatura, que es la poesía moderna, la poesía liberada, podemos añadir, que es el discurso que se sustrae a toda autoridad: que no pretende enseñar, ni edificar, ni convencer, ni mandar, ni aleccionar, ni juzgar... Aunque haya en ella innumerables observaciones científicas. Pero cómo se hace, qué es esa especie de praxis de la nueva religión que es una mitología racional? Alguna temible estetización de la política, que no puede sino conducir al totalitarismo? Más bien, diríamos, una politización del arte. Aunque es preciso, para pensar en los términos de esta revolución cultural, llevar a todas las partes la estética, la belleza que lo une todo. Igual que hay una humanidad libre posible bajo el Estado, hay, en cada chupatintas (esos filósofos literales de los que habla el manifiesto, que al menos podrían tener la decencia de confesar que, si no entienden las ideas, es porque todo lo que no sean tablas y registros les resulta oscuro), un pensador estético por descubrir. Esa mitología racional sería un devenir estético de las ideas. Cómo hacer sensible la idea de libertad, por ejemplo, en textos, carteles, representaciones teatrales, esculturas, músicas, películas...? Incluso en los edificios, en las calles, plazas...? O la idea de humanidad? O la idea de mundo como ser vivo? Y tal vez, lo más interesante del programa es que precisamente esto no implica ninguna pedagogía estética. No se trata de enseñar a los ignorantes. Es más bien un doble movimiento. El filósofo debe volverse sensible, para que los hombres sensibles puedan volverse racionales. Y el filósofo se vuelve sensible cuando piensa de modo estético. Teniendo en cuenta el éxito absoluto que la pedagogía ha tenido posteriormente, también, y especialmente, entre las personas progresistas y mejor intencionadas, ese manifiesto es extraordinario. No se trata de alguna pedagogía con imágenes, por tanto, sino de cambiar uno mismo para que cambien los otros: de hacer ese esfuerzo por volverse estético. No se trata de ilustrar a los no-ilustrados, sino, como dice el texto, que “ilustrados y no ilustrados se den la mano”. De ahí el sentido de la religión estética y racional, inspirada en el politeísmo antiguo (la guerra es Marte, la justicia es Zeus, la naturaleza es Pan...). Con sus cultos y sus ritos, podemos imaginar. Pero sin la persecución de los sacerdotes, el fanatismo de los misterios y milagros, etc. Una religión clara, sensible y racional, una religión que ya no promueve la fe, sino el pensamiento. Sin duda, hay innumerables aspectos que precisar, pero tal vez lo esencial del impulso esté claro, y tampoco sea útil ofrecer muchas imágenes utópicas (por otra parte, diferentes artistas lo han intentado ya, pero no se ha logrado salir de la esfera restringida del arte, y de su conflicto con los que pretenden saber cómo organizar a las masas). Pero hace un rato, hablando con C., se me ocurrió un contraejemplo bien simple de esta praxis. Hoy en día, por ejemplo, los que dirigen el Estado mecánico decidieron hace un tiempo que fumar es malo para la salud de los pueblos; o incluso no lo deciden ellos, sino que son grupos de presión expertos que introducen el debate del tabaquismo. Pero el gobierno decide, por lo que sea (para mostrar que el Estado se preocupa por la salud de los ciudadanos, por ejemplo) lanzar una campaña contra el tabaquismo. En qué consiste esta campaña? En algunas frases y algunas imágenes, impresas principalmente en las cajetillas, es decir, dirigidas a los fumadores. Primero con lemas amenazadores, y poco sutiles por decirlo suavemente. Después con imágenes de órganos propias al cine gore, etc. Puede decirse, como mínimo, que ni las imágenes ni las frases están tratando a los hombres como seres libres, razonables, etc. Su objetivo es suscitar una pasión, el miedo, y así atemorizar a la población, al menos a la fumante, para que cambie de hábitos. Pues, piensa el gobierno (evidentemente, los comunicadores a sueldo del Estado, etc.), los hombres sólo se mueven por pasiones, y yo conozco la mecánica de las pasiones, y si presiono del modo “x” produciré el efecto “y” automáticamente. Evidentemente, va a haber resistencias (otro concepto mecánico, sin embargo), y el Estado no puede moldear completamente a su gusto a una sociedad de seres libres. E incluso, podríamos considerar que los efectos de esta política, en términos civilizatorios, no son desdeñables. Pero eso no cambia lo esencial: la sociedad que se construye así, por muy bien que pueda funcionar (y aquí en los países “subdesarrollados” o “emergentes” a veces ese buen funcionamiento se admira mucho), no deja de ser un engranaje o una colonia de hormigas. Cuesta imaginar que en una sociedad de seres libres se realice una campaña contra el tabaquismo, o que esa fuera una de las prioridades entonces. Por eso, imaginemos otro ejemplo. Un grupo de personas se asocia para advertir a otros de los peligros, no del tabaquismo, sino del trabajo asalariado, la propiedad privada, el racismo, la dominación patriarcal, el capitalismo, incluso el Estado. Pues bien, el problema es que probablemente, hoy en día, adviertan de ese peligro (de esa injusticia) con el mismo tipo de frases y de imágenes, básicamente, con las que el Estado atemoriza en relación al tabaquismo. Eso suele parecer un problema accesorio, estético, de “comunicación”, o ni siquiera un problema. Según lo que creo entender hoy de ese manifiesto comunista prehistórico, es sin embargo el problema esencial.
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Leí, siempre leí. No puedo recordar ningún momento anterior al libro. Antes de leer no existía. [LA ESCRITURA VINO MUCHO DESPUÉS, CON MIL TORTURAS Y COMPLICACIONES]. Antes de leer yo estaba difuminado en el todo, pertenecía al gran todo, con todas sus preocupaciones, la inquietud, el deseo, la alegría, el amor por todas partes, pero todas esos movimientos en una larga continuidad, como sobre una ola o la brisa del viento entre los cuerpos. Nacer a la vida individual, social, etcétera, y nacer al libro sucedió en el mismo tiempo. Pero la verdadera vida es la vida del libro; lo que queda del todo una vez que somos individuos. Esa vida de una enorme soledad, de una soledad infinita; la única en realidad que he vivido. Y sólo puedo quejarme por no conseguir vivirla más, mejor, con una mayor dedicación y solicitud. Oh soledad, yo te canto. Por qué ya nadie hoy te canta? Estamos solos en esa soledad? Estamos tan solos en el fondo, la ocasión de una dicha infinita. No entiendo esta vida pero la vivo. Por ejemplo, cómo llegar a un libro determinado, Las dos fuentes de la moral y de la religión de Bergson. Y cómo llegar por puro ocio, claro. Fuera de todo trabajo, de todo deber profesional, de toda planificación. Ese ocio, esa vida liberada del tiempo y dueña del tiempo que es el tesoro, la vida simplemente: la vida del pensamiento. Pues el pensamiento también vive, cuando conseguimos entregarle el tiempo. Y en realidad decir lo anterior es decir muy poco. No sólo que el pensamiento viva, sino que la vida es suya, no nuestra. Debí de comprar ese libro en algún librero de ocasión. En todo caso, es una mala edición, con una pretensión de lujo en el diseño pero fabricada con materiales baratos, como un edificio neoclásico en los Estados Unidos. Podría ser peor, claro; pero sólo tiene la virtud del paso del tiempo. Uno de esos prólogos horribles que son la norma en las ediciones españolas de filosofía: el autor, tras resumir la popularidad de Bergson y su prestigio, exponer sin mucho interés las dos o tres cosas más conocidas de su pensamiento, para después, durante el grueso real del prólogo, criticar la filosofía de Bergson en base a la plantilla de la filosofía verdadera de Ortega y Gasset, según parece por patriotismo. (Qué difícil relación la de España y la inteligencia, que hasta ahora no he conseguido superar). No puedo hablar sobre la traducción. Todo comenzó a partir de un trabajo, sobre Rancière. Escribiéndolo, pensaba a menudo en una frase de su último libro: “las imágenes son la música de la democracia” (cito de memoria). En realidad era “la petite musique”, creo recordar, como una música de fondo, no perceptible en el primer momento, como el ruido de fondo de la democracia, si uno escucha atentamente: eso entendí o imaginé entender. Escribiendo se me ocurrió una idea (probablemente no sea original). Que toda vida genera una especie de imaginario, proyecta una serie de imágenes. En el fondo la idea sería ver eso que a menudo se llama ideología de un modo positivo, fuera de toda “crítica”. Es decir, la vida burguesa genera una ideología, pero que hay que entender como un imaginario utópico: mi egoísmo que se transforma mágicamente en bien común, el comercio que se regula mágicamente por sí mismo, el progreso material ilimitado (y por tanto, diría algún aguafiestas, la acumulación de capital ilimitada...) Luego, esa forma de vida, o esa clase de la sociedad, trata evidentemente de realizarlo. Pero no pueden realizarse fácilmente las utopías, en el sentido de imaginarios utópicos, ensoñaciones. Hay algo siempre que se realiza y algo que no: los caminos de la realización son difícilmente escrutables. Pero lo importante es que exista esa ensoñación. Y tal vez nuestro problema, si es que tenemos algún problema particular, es que no parece sencillo definir el nuestro: cuáles son nuestras ensoñaciones? (Aunque tal vez sí. Miren el 15M. Esa sociedad de la inclusión absoluta, donde cada uno tiene un lugar al lado de los otros y dentro de los otros, y nadie queda fuera, en esa vida vivida en común, donde todo se hace común, donde los hombres y las mujeres reciben finalmente un respeto de todos sus semejantes y lo que es suyo por derecho: una casa en la que vivir, una ocupación que hace un bien a la sociedad, etc. Todo eso, que parece típicamente socialdemócrata, en realidad no lo es en absoluto, y sería una frivolidad calificarlo así, y una mala fe entenderlo así; porque ya no está el capitalismo.) Así, por ejemplo, el movimiento obrero también habría tenido su serie de imágenes: la huelga general, salvaje e indefinida, por ejemplo. O los trabajadores que nunca necesitan trabajar más, el descanso eterno del trabajo en los juegos, artes, etc. De realización igualmente complicada, tentativa, etc. Es decir, que toda acción precisaría de una imagen, tendría alguna relación con una imagen... Las imágenes son la pequeña música de la democracia en el sentido de que todas las personas están llenas de ensoñaciones. La imagen también me gusta por otros motivos. Ya no la ensoñación, la vida de la imaginación, sino también la imagen como lo contrario a la historia, una imagen como lo que interrumpe una historia. Una política que fuese como el cine de Vertov: no hay ninguna intriga, sólo imágenes. No hay ninguna ficción, sólo la realidad. El caso es que tras algunos de esos pensamientos fui a buscar los libros de Sartre sobre las imágenes, que tampoco me retuvieron tanto finalmente. Pero también recordé a Sorel, cuando habla de las imágenes mito-motores (y así es posible volver al mito de la huelga general). Y de Sorel, llegué a Bergson, a ese libro que tengo desde hace mucho, que había hojeado hace tiempo pero que nunca había conseguido leer. Todo esta búsqueda en un estilo diletante, sin investigar gran cosa, sólo yendo a escritores a los que ya conozco un poco y en los que confío. El libro de Bergson tal vez no sea de sus mejores. Es un libro de vejez, tal vez. Aunque eso a veces tiene mucho encanto, por ejemplo cuando uno lee su esperanza, que como filósofo serio que es trata de argumentar, aunque no siempre es fácil (en el fondo la razón fundamental de esa esperanza es una fe en la simetría, es decir, en cierto modo, en el mundo mismo, en el cosmos – pero eso es lo que habría que demostrar; aunque más allá de ese círculo tal vez no se pueda ir). La esperanza de Bergson es que un día la obsesión por el progreso material de la modernidad se invertirá en búsqueda de progreso espiritual, es decir racional. Uno de los aspectos más interesantes del libro es el de la pareja del filósofo y del santo. Para Bergson, tanto la santidad como la filosofía proceden de la misma fuente: es la vida, ese dios que es la vida para Bergson. Pero la vida sólo puede captarse en una intuición, es decir, en una visión muda o silenciosa. Hay un misticismo común, un momento báquico común tanto a la filosofía como a la vida religiosa. El famoso “uno-y-todo”: de ahí las ideas filosóficas de libertad, de humanidad, de igualdad entre todos los hombres, de que cualquier persona es una especie de dios. Que son muy poco “razonables”, como muestra Bergson. Para Bergson la inteligencia (en el sentido de análisis, cálculo, etc.) sería fundamentalmente egoísta. Además, es incapaz de saber: pues divide todo en partes infinitas, que luego no puede recomponer. La inteligencia es el Aquiles que nunca puede alcanzar a las tortugas del instinto y la intuición; la inteligencia ni siquiera es capaz de entender cómo una flecha puede alcanzar su objetivo, pues para ella el trayecto se divide en infinitos pequeños trayectos, que la flecha tardaría un tiempo infinito en recorrer. La inteligencia, más allá de su utilidad práctica para fabricar instrumentos, es incapaz de comprender el menor gesto simple, el más pequeño acto continuo. También, la inteligencia es lo que paraliza y desespera la acción. Siendo incapaz de comprender cómo una flecha alcanza su objetivo, cómo podría entender la posibilidad de realizar una sociedad justa, sin clases, etc.? Es incluso la emoción la que crea las ideas, y no la inteligencia... Pues bien, como decíamos, tanto la filosofía como la santidad tienen su origen en una intuición de ese dios-vida que no tiene más razón que sí misma. Aunque luego, evidentemente, la filosofía trate de ponerle razones (y tal vez esta sea su gran tarea). Pero, en relación con esa intuición, la filosofía y la santidad toman posiciones diferentes. Y en el fondo, uno diría, se trata de dos diferentes formas de misticismo. Pues la filosofía contempla el éxtasis; en tanto que el santo actúa bajo el impulso de ese éxtasis. La filosofía encuentra en el éxtasis una verdad que contemplar; el santo, una certeza absoluta a partir de la que actuar. Esa es la diferencia fundamental entre la filosofía y la religión, según Bergson: la primera es contemplativa, la segunda es activa. Extraña distribución, para cualquier sentido común, pero muy iluminadora. La función fabuladora de la sociedad es lo que explica, para Bergson, la existencia de la religión (el instinto vital del animal inteligente, que sabe que va a morir, crea toda suerte de mitos para engañarse y seguir viviendo). Ahora bien, es inútil, en mi opinión, esperar gran cosa de la religión hoy, aunque tal vez sí sea posible en cuanto a la santidad. Pero mi pregunta es: por qué la filosofía ha entregado la acción a la religión? Lo que también tiene que ver, probablemente, con que le haya abandonado la función fabuladora. Y para recuperar la primera, seguramente haya que recuperar la segunda también. En cuanto a esto último, es una vieja idea (la de la mitología racional), tiene doscientos años. Aunque tal vez no tan vieja según la longevidad de las ideas. En cualquier caso, creo que aún estamos lejos de haberla entendido del todo, realmente muy lejos. Seguramente la revolución haya sido el origen de nuestro mundo, y estemos sólo al comienzo, pero por el hecho de vivir durante una corta fase lunar descendente nos despistamos y lo olvidamos a menudo. Es curiosa, interesante, pero también un tanto ridícula esa costumbre de los pedagogos marxistas de enseñar a los legos cómo hay que leer “El Capital”: si saltándose algún capítulo, si olvidando tal parte, si pasando directamente de una página a otra muy alejada... Como una versión científica (o dogmática) de esos libros de entretenimiento liberal “elige tu propia aventura”. A este respecto, resulta muy esclarecedor el estudio de Patrice Loraux “Les sous-main de Marx”, que investiga entre otras cosas cómo era la mesa en qué Marx trabajaba, qué textos había en ella, y cómo a partir de todos esos textos se formaban los textos que conocemos como de Marx; y que muestra que en el fondo no hay ninguna obra que pueda ser atribuible al autor Marx, que lo que llamamos “obra de Marx” es siempre un trabajo de edición (desde su primer editor Engels). Una obra colectiva, en efecto: pero de ningún modo en el sentido épico en el que los marxistas suelen usar esa expresión. Pero, sea como sea, y aunque fuese por razones opuestas a las que aquí vamos a considerar, Althusser estaba en lo cierto al recomendar a los lectores saltarse el primer capítulo, aquel sobre el fetichismo de la mercancía, y en general en su reconstrucción de un Marx despojado de todo elemento hegeliano. Althusser practicó esta “edición” de la producción textual de Marx para hacer de Marx un autor plenamente científico, y así borrar toda huella de cristianismo especulativo. Pero fuera del combate de sombras entre la ciencia y la ideología, hay que reconocer que, en efecto, los elementos idealistas presentes en Marx, muy especialmente el tema del fetichismo de la mercancía, y en parte el de la dialéctica de la alienación, figuran entre los más débiles de su producción. Muestran a un Marx extrañamente fuera de su tiempo, que confunde el capitalismo con la producción artesanal, y vehiculan un odio por lo demás muy burgués, muy aristocrático, a la pequeña burguesía, que gran parte del marxismo heredó. Todo eso figura entre lo más reaccionario que ha acompañado al marxismo en su corta historia. Pues no es verdad que debamos “abolir la mercancía”: lo que debemos es tener mercancías mucho mejores que las que es capaz de producir el capitalismo. Pues lejos de producir una enorme acumulación de mercancías, el capitalismo no ha sido capaz de producir ni una sola en condiciones. Es precisamente esa parte aristocrática de Marx la que necesita ser abolida. Necesitamos mercancías verdaderas, mercancías maravillosas, mercancías comunistas, mercancías nacidas de un trabajo liberado, de un trabajo que se vuelve arte. Pues todos seremos artistas, y eso sí lo vio Marx en algunas ocasiones, especialmente en algunas páginas de un libro que tampoco gustaba a Althusser: los manuscritos de 1844. La utopía comunista de Marx, en ese momento, no era diferente a la utopía estética que recorrió Europa durante finales del siglo XVIII y gran parte del XIX: es el comunismo de los artistas, que probablemente sea el único comunismo que exista. Tal vez pueda decirse que, en esas condiciones, la mercancía ya no es mercancía: pero tal vez sea mejor considerarla todavía así. Pues el comunismo debe aprender a vivir en la claridad. Y no hay, por tanto, ningún fetichismo de la mercancía en el capitalismo: esa idea no es más que un producto del esnobismo de Marx. Por otra parte, Marx dio con la línea exacta del movimiento comunista. Pero hay que destruir muchas de las cáscaras petrificadas de la historia del comunismo (del marxismo) para ver esa línea con claridad. El marxismo, por usar una expresión un tanto envejecida, sí es algo precisamente que precisa ser deconstruido. Hay que redescubrir el comunismo como movimiento, y dejar de lado toda idea del comunismo como partido. Marx nunca debió escribir un Manifiesto del Partido Comunista, sino un Manifiesto del Movimiento Comunista. Frente a ese Marx aristócrata que ha sido transmitido por el marxismo, necesitamos (re)descubrir a un Marx proletario. Y es que, ante el capitalismo, toda persona que piensa es un comunista. Y si fueron los obreros fabriles los que crearon el movimiento comunista no es porque eran seres completamente desprovistos de todo por el capitalismo, como opinaba Marx, sino porque fueron literalmente quienes más pensaron en el siglo XIX. O por decirlo de otro modo, hay que dejar de lado a Marx y reaprender a mirar al movimiento comunista como él lo vio: dejar de lado los conceptos e ir a los fenómenos: volver a las cosas en sí del comunismo, a las cosas comunistas mismas. Marx no fue ningún fundador, salvo el fundador de un partido: pero a eso no se le puede llamar fundar – inventar, crear una nueva autoridad en el mundo –, sino aumentar – una autoridad ya existente. Marx fue un passeur, tal vez el mayor passeur de la historia del comunismo. Él transmitió el comunismo, le hizo tomar otras formas, le dio un impulso nuevo. Pues Marx importa, como importa todo hombre que haya alguna vez vivido: pero más importa el comunismo, pues es la aspiración de todos los hombres. Por eso Marx debe dejar de ser la autoridad que ha sido hasta ahora para el movimiento comunista, pues ese movimiento fue creado por personas anónimas, que nadie recuerda, si no es para despreciarlas, y por las que nadie, o casi nadie, se interesa: ellas son las verdaderas fundadoras del comunismo. Hay, de vez en cuando, hallazgos lingüísticos que parecen fabricados para funcionar como emblemas en la lucha política. Uno de ellos fue el de desbordamiento. Usada por López-Petit en el momento en que estaba en juego saber qué sería del 15M tras el fin de las acampadas y las ocupaciones de las plazas, la idea ambigua de desbordamiento podía simbolizar que el final de las ocupaciones no era el final del movimiento, sino su difusión y su extensión al resto de lugares de la sociedad. Las diferentes mareas, la fuerza post-15M de la PAH, momentos como el de Gamonal y muchos otros parecían dar la razón a López-Petit. Algo se desbordó del 15M, algo de esa nueva política de los anónimos se difundió en toda una serie heteróclita de acciones y momentos. Pero la lógica del desbordamiento también ha sido la del progresivo difuminarse del 15M, tras la pérdida de la unidad que permitía permanecer en el mismo sitio, en el momento de la ocupación de las plazas. Y ningún otro tipo de unidad en las condiciones mismas del 15M ha sido pensada desde entonces. Esto último no fue remediado sino por la intervención de un elemento completamente ajeno: la iniciativa de Izquierda Anticapitalista de montar un partido post-15M con vocación electoral. Así nació Podemos, pretendiendo dar una unidad a todo el espectro social difuso post-15M. Pero esa unidad venía del “viejo mundo”: era una unificación en los términos y perspectivas de la vieja política, en este caso el viejo leninismo. Aunque esta vez, según los análisis estratégicos de Izquierda Anticapitalista, el leninismo estaba pasado por un filtro populista y reformista, despojado de toda violencia insurreccional. Tras las experiencias de Venezuela y otras en América Latina, Izquierda Anticapitalista considera haber encontrado la fórmula para dar una nueva vitalidad a la socialdemocracia, al reformismo. Se trata esta vez de un reformismo sin perspectiva comunista: tomar el aparato de Estado, sí, pero no para transformarlo después en una perspectiva socialista. Pues según estos análisis el Estado burgués ya es en su esencia socialista, sólo funciona accidentalmente en un sentido capitalista: hay por tanto que rectificarlo, simplemente, con la sola arma del derecho (Reich), que es lo único que rectifica. El nuevo socialismo (“socialismo del siglo XXI”), eso que se llama populismo, es en realidad un idealismo del Estado de Derecho, al menos para los populistas madrileños. La sociedad sin clases, el fin de la explotación del hombre por el hombre, la emancipación de todas las fuerzas oprimidas, todo eso no es más que metapolítica, utopías infantiles o “religión”: la política socialista no consiste más que en el Imperio de la Ley. Por eso, para acabar con el capitalismo, basta simplemente con que el Estado de Derecho funcione bien. Así, más que de un socialismo reformista, podemos hablar de un socialismo rectificador, o de un socialismo republicano. El socialismo rectificador va unido a un gran desprecio a la democracia. Seguramente, este desprecio tiene varias fuentes. Pues la doctrina del Estado de Derecho, así como el republicanismo, ya son, desde sus orígenes, diversas tentativas de gobernar la democracia, de ponerle límites y barreras. Para el republicanismo, la democracia es la iniciativa política de las clases bajas e ignorantes, de la plebe: así, por ejemplo, los padres fundadores americanos quisieron restaurar una idea de autoridad en los tiempos democráticos, y todo el problema político para los republicanos es cómo seleccionar una élite, cómo fabricar la desigualdad a partir de la igualdad. Ocurre algo semejante con los partidarios del absolutismo del derecho, para quienes la democracia es básicamente la barbarie de las masas, que sólo la ley puede contener. Si el sueño del republicanismo es un gobierno ilustrado de las multitudes ignorantes, el sueño del Estado de Derecho es una administración sin política, en la que todos los conflictos sociales son susceptibles de ser traducidos y solucionados jurídicamente. Sería interesante prolongar estos análisis para encontrar el punto en que este republicanismo y este idealismo del Estado de Derecho, que parecen completamente contrarios al socialismo, enlazan con alguna concepción socialista. Pero quepa aquí sólo señalar hasta qué punto este socialismo rectificador puede presentarse como completamente consensual, en esos aspectos antidemocráticos, para el conjunto de las élites políticas de nuestro país (para la “vieja política”). Ahora bien, si esta es, a grandes rasgos, la ideología de Izquierda Anticapitalista, es decir del grupo propulsor de Podemos, es evidente que no podía presentarse así abiertamente y esperar recoger la confianza del espectro post-15M. De ahí que, en un comienzo, Podemos se presentara como el partido al fin encontrado de la nueva política: como un mixto en apariencia maravilloso entre la vitalidad de lo nuevo y la eficacia de lo viejo. Aparte de la retórica heredada del 15M en muchos aspectos, dos hechos definieron esta alianza: la organización en círculos (prometiendo una circularidad en la decisión, en lugar de las clásicas bases o las células leninistas) y las primarias abiertas. En ese momento, que era un momento de gran precariedad y de debilidad del movimiento social, muchas personas entraron en los círculos o depositaron su confianza en el partido votando por él en las europeas. Incluso personas muy próximas al partido trataron de pensar en un posible uso de la idea de desbordamiento en Podemos (los círculos y la nueva política asamblearia desbordando al viejo aparato de partido de Izquierda Anticapitalista). Pero si el 15M encontró su emblema en la idea de desbordamiento, el grupo dirigente de Podemos parece haberlo encontrado desde ahora en una expresión sin igual: elitismo democrático. La expresión ha sido inventada recientemente en un artículo moderadamente reaccionario de Santiago Alba, y retomada en otro artículo con un júbilo y delectación plenamente reaccionaria por Carlos Fernández Liria. Estos dirigentes apenas en la sombra de Podemos pretenden así intervenir decisivamente en el debate actual sobre el modo de organización del partido. No voy a comentar los artículos. Es como la vuelta de lo reprimido: de todo lo viejo reprimido. Fernández Liria debe de estar muy contento de poder decir al fin abiertamente lo que piensa, aunque sea un conjunto repugnante de sandeces. Evidentemente, ni su discípulo Alegre, ni Iglesias ni Torrejón ni Monedero pueden permitirse hablar así: son las ventajas de dirigir en la sombra, claro. Pero al menos sí deberían posicionarse al respecto y desmarcarse, si no concuerdan con Liria. Me parece que para los círculos eso sería lo mínimo. Sólo quería decir algo sobre esa expresión sin igual: elitismo democrático. Recuerdo que Monedero, en algunas asambleas del 15M, nos daba ya a menudo la lección: esa política de la gente no puede durar para siempre, es muy pesada, cansina, me da pereza, qué sé yo, es necesario delegar, que hable uno y el resto calle, elegir quien habla, quien manda, todo ese desorden (toda esa igualdad) no va a ningún lado, e incluso, toma ya, que cualquiera haga política es profundamente injusto, mira la democracia ateniense basada en el trabajo esclavo, como nosotros aquí discutiendo sobre el sexo de los ángeles, que somos unos privilegiados, no como los pobres trabajadores que no tienen tiempo para venir a las asambleas... Poco importaba, desde luego, que muchas de las personas que iban a Sol también trabajaran, que algunas pusieran en riesgo su trabajo o incluso lo perdieran (y no precisamente los profesores de universidad). O que esos pobres trabajadores que no tienen tiempo para estar de cháchara en las asambleas apoyaran masivamente, según las encuestas, esa política de los cualquiera del 15M. E incluso, poco importa que Izquierda Anticapitalista montara un partido precisamente con base en esos cálculos sobre la gran mayoría social que apoyaba al 15M (y que por cierto, no siempre estaba, como la pintan estos marxistas, trabajando, mirando la tele o pasando el rato en familia: nadie recuerda las manifestaciones y marchas verdaderamente multitudinarias?). Pero en fin, el caso es que el “elitismo democrático” es la expresión por fin encontrada para ese tipo de amalgama mental que es un arma arrojadiza contra los círculos como elemento democrático de Podemos. El elitismo democrático quiere decir que en el fondo, todos las personas que se manifiestan, que se oponen, que se organizan en asambleas o en círculos para actuar frente a las injusticias de la sociedad, las que hacen escraches, las que ocupan viviendas o plazas, todas son unas privilegiadas. Pues el pueblo verdadero, el pueblo no elitista no tiene tiempo para esas cosas: la política no es lo suyo, lo suyo es el trabajo y la familia. Es el pueblo que no aparece nunca en el espacio público molestando a los que mandan, cuya vida política se resume en escoger a los líderes que les son propuestos cada cuatro años en la oscuridad de la urna. Así, el pueblo de Fernández Liria y compañía es el mismo pueblo que el de Rajoy: la inmensa mayoría silenciosa. Ese pueblo que siempre está de acuerdo, porque precisamente nunca muestra su desacuerdo: gran argumento donde los haya! Y es una pena, realmente, que Rajoy y compañía no lean más a Fernández Liria y compañía: encontraría casi un amigo allí donde esperaba a un enemigo. Por ejemplo, podría afinar su retórica: en lugar de hablar de nazismo para calificar a los escraches, lo que no deja de ser algo zafio, podría usar perfectamente esa expresión de elitismo democrático, que está hecha a medida de esos salvajes de la PAH. Su retórica bélica y de desprecio ganaría así en sutilidad. Pues Fernández Liria y compañía han estudiado retórica en la gran escuela de darle la vuelta a todo, de transformar toda cosa en su contrario, y así transformar la democracia en elitismo y el elitismo republicano y la apolítica del Estado de Derecho en democracia y en socialismo. Han aprendido retórica en la escuela de la dialéctica marxista. Pues, en el fondo, esa fórmula de elitismo democrático no es más que una adaptación a los tiempos que corren de la clásica “aristocracia obrera”. Y su función es exactamente la misma: todos esos obreros que toman iniciativas, que tratan de organizarse de un modo comunista ya a pesar de las recomendaciones del partido; todos esos obreros en fin que inventaron el movimiento obrero son la aristocracia obrera. Esos obreros que, precisamente, como muestra por ejemplo Rancière (un autor justamente odiado con el mismo odio tanto por los macartistas Pardo o Savater que por el “comunista” Liria) en La noche de los proletarios o E.P. Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra, no tenían tiempo que perder en las asambleas, y aun así, y esa es toda su grandeza, crearon ese tiempo, ese tiempo nuevo de la emancipación que robaron a los ciclos de producción y de reproducción capitalistas, arriesgando sus vidas muchas veces. Uno de los obreros a los que cita Rancière en su libro, por ejemplo, un tejedor de Rouen llamado Charles Noiret que escribió (oh sí, gran herejía, los obreros también pueden escribir, aunque a muchos profesores no les interese lo más mínimo lo que puedan decir, pues mientras menos hablen mejor, así yo puedo hablar por ellos sin ser molestado!) un artículo dirigido “A los trabajadores” en 1840, resumía perfectamente el socialismo que Liria parece haber olvidado por completo: “precisamente porque no tenemos tiempo de ocuparnos de los asuntos políticos queremos ocuparnos de ellos”. Pues qué galimatías reformista y autoritario es el comunismo si no tiene ya nada que ver con la (auto)emancipación de los trabajadores? Pero claro, esos obreros que formaron según algunos marxistas la “aristocracia obrera” no dejaban de perturbar con sus declaraciones y acciones la doctrina ordenada de todos aquellos dirigentes que creían haber encontrado en el marxismo la ciencia de la emancipación social. Y no molestaban sólo a los dirigentes marxistas, claro: tanto Rajoy y compañía como exactamente Liria y compañía sólo desean que el pueblo se ocupe de sus asuntos, de sus pequeñeces privadas, y que dejen las cuestiones globales e importantes a los grandes. Confiad, rebaño, que el líder no os va a defraudar: en eso va a convertirse Podemos? De los círculos al rebaño, así podría resumirse la operación. En fin. Ante estos artículos (de Santiago Alba y de Fernández Liria) que tratan de introducir en el debate político actual como arma arrojadiza la amalgama inconsistente de “elitismo democrático”, cabe, en nuestra opinión, dos actitudes; eso si Podemos quiere ser en algún sentido una herramienta de emancipación. O bien el resto de líderes (los “visibles”) se desmarca pública y completamente de la amalgama. O bien hay que descabezar a Podemos, pero también crear una estructura poderosa para dar una unidad consistente a los círculos. Habría que pensar la ocupación de plazas públicas como un nuevo tipo de huelga: una huelga ciudadana, una huelga política. El movimiento obrero inventó la huelga de producción: el movimiento ciudadano y social, el movimiento trabajador ciudadano inventó la huelga política. Ponerse en huelga contra la obediencia civil, ponerse en huelga contra el silencio de la sociedad de la producción-consumo. El grito mudo es una forma apropiada de protesta a ese silencio.
La huelga ciudadana es hacer ciudadanía, o mejor: la huelga política es precisamente hacer política. Y la ciudadanía no es respetar las leyes, como decía irónicamente Sócrates y como hoy repiten sin ironía nuestros marxistas madrileños; aún menos obedecer a las autoridades. (Por cierto, estos marxistas han pasado del amor por la obedeciencia al Estado Socialista a la pasión por obedecer al Estado de Derecho: adivinas qué es lo que no ha cambiado? Siempre eso: Estado y Obediencia.) Como nos enseñó Hannah Arendt, ser ciudadano (o el nombre que sea) es imposible en relaciones de mando y obediencia: sólo es posible en igualdad, entre iguales. Ser ciudadano es ser igual a todas las personas con las que hablas, te organizas, actúas, etc.: a todas las personas con las que haces política. Ser ciudadano es ser igual a todas y cada una de las personas con las que haces huelga política. Es curioso, también, que todos los que se rompen la cabeza tratando de pensar nuevas formas de huelga adaptadas a las formas actuales del capitalismo hayan dejado de lado el ejemplo de la ocupación de plazas, que era no sólo un intento de huelga de trabajo, de consumo y de cuidados, sino todo eso atravesado y portado por una huelga política fundamental. Por eso, podría pensarse, al menos como hipótesis, que esa huelga social ampliada o esa huelga feminista sólo es posible a través de la huelga política. Pero lo más paradójico es que precisamente la huelga política es también una huelga contra la política; o la huelga ciudadana es una huelga contra lo que significa habitualmente ser ciudadano (pagar impuestos, respetar la ley, obedecer a la autoridad, participar en la elección de los que te gobiernan). Aquí no se trata en primer lugar de comunismo contra capitalismo: es una lucha entre lo mismo y lo mismo. Como lo mismo que se divide en dos. Es, como dice a menudo Amador, dividir un mundo que se sabe que es el único que hay. Es lo que Rancière ha llamado “malentendido”: desde luego, no entendemos el derecho a la protesta igual que lo entiende la Cifuentes, ni tampoco la libertad como la entiende Esperanza Aguirre, ni la democracia como la entiende Rajoy el-presidente-de-las-inmensas-mayorías-silenciosas, ni el derecho a la salud como lo entienden Cospedal y su marido... Pero tampoco entendemos el socialismo como lo entendía Zapatero, ni la política revolucionaria como la entiende Izquierda Unida... Y en general no entendemos la política como prácticamente ninguno de los que nos gobiernan (la llamada casta). Una simple cuestión de palabras, de tira y afloja sobre el significado de algunas palabras, la política. La política también es como tocar un acordeón. Lo abres, lo abres todo lo que se puede para que suene... Hasta cuándo somos capaces de dividir lo mismo sin quebrarlo, es decir, sin que se produzca una dinámica de guerra civil? En este arte nos queda mucho que aprender. (La política es un arte bien difícil, Aristóteles la comparaba a tocar una flauta.) Nuestro “podemos” se vuelve demasiado rápido no el nombre de una capacidad política, sino sólo el de un partido. Cómo hacer, incluso al lado del partido, incluso desde el interior del partido, para que “podemos” siga siendo el nombre de nuestra capacidad, de la capacidad de todos y todas? Éramos tantos, te acuerdas? Etcétera, etcétera, etcétera. Y tú, dónde estabas, quién eres, de dónde has venido? Tu cara está hecha de píxeles... Con la razón a todas partes donde reina la sinrazón Te has preparado para desrazonar del modo más razonable En las pantallas televisivas se desarrolla también la lucha de clases Eres un gran político, porque no eres un político Apenas un hombre razonable Muestras que todos los seres razonables podemos ser grandes políticos Sólo se necesita técnica, preparación, método No eres nadie, apenas un hombre razonable La política es un arte, no un arte bella, sino un arte militar Es el arte de la guerra, conducido con la palabra Eres el martillo y la idea Tu rostro acabará deshaciéndose y surgirán mil rostros desconocidos Eres completamente impersonal, no tienes ninguna particularidad Eres un mediador evanescente No eres ningún genio, apenas un buen trabajador Tu mayor éxito será tu desaparición Un día la política ya no será una guerra, y ese día ya no estarás entre nosotros Un día la política será lo que es Te perderás, entre la multitud innombrable de los héroes de nuestro pueblo Apenas has venido a suplirnos en nuestras horas tristes Te recordaremos con simpatía Como quien recuerda una idea Cuando ya no haya ninguna idea que recordar Porque apenas seremos Desde la publicación de las “Tesis sobre la filosofía de la historia” de Benjamin es común criticar toda la temática de la producción, de la productividad, del productivismo, en las ideas de Marx. Lo que queremos señalar aquí, modestamente, es que esta crítica no va lo suficientemente lejos.
Es cierto, también, que desde el comienzo de las preocupaciones con todo eso que se llama “ecologismo”, y que en el fondo debería de llamarse etnografía, en el sentido en que la practicó Lévy-Strauss – es decir, como un asombro, un gusto, un aprecio, un respeto y una curiosidad militante por todas las comunidades y sociedades humanas, en todas sus diferencias, especialmente las diferencias pequeñas o supuestamente sin importancia: su gaya ciencia de la diversidad de las sociedades humanas–, esta crítica se ha proclamado muchas veces. Una crítica de la producción-progreso-unificación-técnica-del-mundo... que a menudo parte de ideas integradoras bastante vagas, sobre lo que debería ser el “buen vivir”. El problema es que, generalmente, en estas críticas se cubre el abismo de la decisión militante de Lévy-Strauss y otros antropólogos: pues él se comprometía con la preservación de los derechos sobre su tierra, sus gentes, y sus costumbres, de cada minúscula tribu oculta en el corazón del Amazonas o aislada en alguna isla perdida, siendo consciente de que la lucha estaba perdida. La producción-progeso-unificación-técnica-del-mundo funcionaba a un ritmo más rápido que la militancia etnográfica: esos pueblos se perderían. Luchar por la perseverancia de algo con la certeza de que ese algo está condenado a desaparecer, sin ningún tipo de esperanza en “vencer”: luchar contra el progreso sin ninguna idea de progreso en la lucha. Y luchar con la seriedad con la que militaron Lévy-Strauss y otros antropólogos de tribus exóticas de rincones olvidados del mundo. Una figura que puede encontrarse, por otra parte, perfilada filosóficamente, en el principio del primer libro de Bernard Aspe: L'instant d'après. Del mismo modo, en el espectro feminista, se piensa hacer un gran avance al sustituir el mundo de la producción por el de la reproducción. Pero la reproducción reproduce mesuradamente la producción capitalista sin medida. El trabajo doméstico, que correspondió por algún destino violento a las mujeres tradicionalmente, tiene que ser otra cosa que la reproducción de la sociedad. Y si realmente se compartiera el trabajo doméstico, y todas las personas (incluido los hombres, desde luego, y especialmente), hicieran política regularmente en el mundo mismo del trabajo doméstico – y esto quiere decir, no sólo asamblearse para organizar las tareas, sino hacerlas: practicar el feminismo de barrer, el de fregar los platos, el de fregar el suelo, limpiar el baño, hacer la compra, lavar la ropa, cocinar, y tutti quanti –, evidentemente, no reproducirían la sociedad, sino que construirían una nueva. Por eso no parece muy claro que la idea de reproducción sea útil para la perspectiva de la lucha feminista, más allá de funcionar correctamente, claro, como concepto solamente crítico en las condiciones de las sociedades capitalistas. Sobre la producción, por otra parte, no hay que culpar, de ningún modo, particularmente a Marx. En el fondo él no hace sino articular, como todo el primer socialismo, pero también el liberalismo, la sorpresa, mezclada de espanto y de esperanzas secretas, la imagen del mundo de la emancipación de la burguesía. Que entonces – todos menos el Vieille Régime, claro – todos hayan creído en el progreso parece algo que uno puede entender perfectamente. Que antes las maravillas y las iluminaciones del progreso, muchos se hayan sentido obnuvilados, parece evidente. Marx simplemente sintetizó y sistematizó el pensamiento corriente de un siglo. También los pobres seguramente pensaron que alguna parte de la enorme acumulación de mercancías sería para ellos. Pero estas cosas para nosotros son algo del pasado. Y el pasado no es en sí más respetable que el presente o que el futuro. Pues, contra lo que pensaba Marx, el capitalismo no es nada que sea favorable al comunismo, ni algo que lo prepare, y nada del capitalismo se puede transformar en comunismo. Marx pensó una vez que todo era producción: es un pensamiento digno de un científico social que estudia el capitalismo, no de un comunista. Pues, para el comunismo, nada es producción: todo, y sobre todo cualquier cosa “social” es acción. Eso también lo dijo el feminismo: todo, y especialmente lo privado, es político. O habría que decir, mejor, de un modo menos enfático: todo puede ser político. Pues que sea posible que todo pueda ser político no significa que lo sea efectivamente. Pero lo que es verdad es que todo es acción, todo y cada cosa es una acción de oprimir, o una acción de someterse, o una acción de liberarse, etc. Y claro, si las acciones son del tipo de “liberarse”, o mejor, de emanciparse – en el sentido no sólo de liberarse sino también de ser libre, de conducirse libremente –, entonces la situación es política, aparece la igualdad, etc. Foucault, en el fondo, puede decirse que trató de profundizar ese descubrimiento feminista con su analítica de las relaciones de poder. Pero, una vez más, tampoco pudo desprenderse de esa idea de producción. Foucault calcó su análisis del poder del análisis marxiano de las relaciones de producción. El poder es productivo, dijo Foucault. Con ello quería salir de la machacona y facilona denuncia moral del poder (represivo, cohercitivo, etc.) Estudiar el poder sin esa carga moral, para entender mejor su funcionamiento. A este respecto cabría tomar la perspectiva contraria: no partir de que toda relación de poder es producción, sino de que toda relación de producción es poder: politizar la economía, en lugar de economizar el poder. Hay que decir, por otro lado, que Foucault mismo vio este impasse, y cambió de ruta. Qué es la producción: nada. Qué es la acción: todo. Se podrá reprochar que este modo de pensar conduce al idealismo. Pero el comunismo no es materialista ni idealista: es las dos cosas a la vez, trata de unir las dos cosas cuando están separadas, y de no separarlas cuando están unidas. El comunismo se esfuerza por enfocar el mundo con los dos ojos a la vez. 1. En algunos mapas antiguos se puede reconocer cómo la democracia social se encuentra en las antípodas de la socialdemocracia. 2. Marx, cuyos escritos imprimieron una gran fuerza al socialismo, cometió sin embargo muchos errores. Uno de los principales fue el de abandonar toda consideración de las cuestiones políticas (aunque, como Arendt dijo una vez, esto honre en cierto modo a Marx, y nos informe elogiosamente de su carácter, de su probidad filosófica). Su pensamiento, que discurre de modo dialéctico, nunca dio cabida a la imaginación, que es esencial a la política. Así, la sociedad sin clases, la sociedad sin gobierno de ningún tipo, en fin, el comunismo, es inimaginable políticamente –es decir, es impensable humanamente hablando. Pero lo impensable, asimismo, y como nos enseñó un sabio en tiempos recientes, es la misma cosa que lo real. Por eso la sociedad sin clases es el contenido de verdad de las revoluciones. El comunismo es lo real de la Historia. Pero esto último no quiere decir que pueda haber sociedades o Estados comunistas, sino más bien lo contrario. 3. Los pueblos, las sociedades, sólo se pueden organizar a partir de lo imaginario. Pero lo imaginario no es lo falso, como afirman los filósofos, o el terreno en que se mueve el pensamiento de los ignorantes. Lo imaginario es la vida humana misma, con toda su enorme riqueza, y es imaginario el pensamiento que se mueve en el elemento de esa vida. El pensamiento humanamente hablando es la política misma: la imaginación. Pero la imaginación no es tanto inventiva, en el sentido de crear de la nada, como sustitutiva, combinatoria, proyectiva, comprensiva. La imaginación es principalmente el pensamiento plural, ponerse en el lugar de otros, como también lo enseñó Arendt. Ponerse en el lugar de los individuos, las clases, la sociedad entera si es posible, del mundo entero. La política es inseparable de esta imaginación, y el verdadero político la ejerce sin cesar. La imaginación, lejos de sólo afectar a lo falso y producir quimeras, se mueve constantemente en el elemento de la realidad, y éste es su dominio propio. No se trata, claro, de la realidad “física”, sino de la realidad humana, de la realidad de las personas. 4. Otro de los errores de Marx fue el de dar, tal vez, una relevancia excesiva, o mejor dicho, absoluta, al capitalismo. Eso, claro, contribuyó también a apartarle de las consideraciones políticas. Pensó que el capitalismo era una potencia tan formidable que ante ella la política se volvía enteramente un espejismo, y con ella las leyes, las fronteras, el derecho, los gobiernos, etc.; todo eso se disolvía ante la fuerza del capitalismo en una especie de fantasmagoría, un teatro de títeres sólo movido en realidad por la ley de hierro de la mercancía. Así, como Rancière ha mostrado, el Manifiesto Comunista es una gran profesión de fe en la capacidad de ruptura del capitalismo. Pero la decepción no tardó en llegar, justo después de su publicación, con la recomposición de fuerzas de la burguesía tras las embestidas de los proletarios, y el conjunto de alianzas entre las antiguallas idealistas y la nueva clase dirigente de la realidad social: entre la burguesía, la nobleza, incluso el clero. Tampoco del lado del movimiento obrero se dio la gran purificación histórica que Marx esperaba, con la eclosión infinita de la pequeña burguesía. La historia siguió moviéndose en la apariencia, en la “política”, pese a las sacudidas de realidad producidas intermitentemente por los momentos revolucionarios. 5. Esa fuerza de ruptura que Marx reconoció al capitalismo es reconocida hoy igualmente por los que siguen profesando el marxismo. Pero el tono ha cambiado: nadie parece reconocer ya hoy que el capitalismo albergue en sus profundidades –en las profundidades fabriles – el germen secreto de una inversión completa. Aunque es cierto, ahí sigue Negri: pero sólo trasladando mecánicamente algunos principios de Marx a algunas observaciones parciales de la producción contemporánea. De cualquier modo, si algo en la historia del marxismo se ha quedado en en el camino es el optimismo con el que Marx consideraba el carácter rupturista, transgresivo del capitalismo. Hoy en día las profecías en torno al capitalismo son más tétricas, incluso apocalípticas. Este cambio radical de tono tal vez muestre que el marxismo como discurso sea cada vez más difícil de habitar. 6. Pero el caso es que, según Marx, ese torrente del capitalismo que iba a borrar de la faz de la tierra cualquier otra institución humana, daba por así decir al mismo tiempo la regla del otro mundo, del mundo comunista. Así, el comunismo sólo podía ser no político, en el sentido de limitado a tal espacio, tal Estado, tal pueblo: el comunismo era la aparición de la humanidad misma en condiciones capitalistas, en las condiciones del mercado mundial. 7. Así, no hay política comunista, sólo una cosa que ha oscilado entre la predicación y la maniobra. El mundo comunista no podía ser limitado, como tampoco lo era el capitalista. Sin embargo, si en este movimiento de ilimitación el capitalismo era la privación completa, el socialismo es la liberación. De ahí la herencia tan preciosa del internacionalismo, herencia en parte “filosófica”. Y la consecuencia es que una democracia hoy, aunque se dé en un terreno limitado, no puede en absoluto, por así decirlo, ignorar su posición en la lucha internacional de clases. 8. Puede que el mundo de la mercancía sea ilimitado; el mundo humano no lo es. Siempre es tal lugar, tal ciudad, tales amistades o amores, tales enemigos, tal paisaje, tal país, tal pueblo, tal lengua, tal poesía, tal historia. En esos mundos limitados se vive. Y también en ellos y a partir de ellos se hace política. También a partir de ahí la ha practicado el movimiento obrero, que como Rancière o Thompson han mostrado con el movimiento obrero francés y el inglés, está muy lejos de ser un simple producto del movimiento violento del capital. 9. En ese mundo limitado que es el mundo humano, en esa realidad imaginaria que es la política, se diferencian siempre gobernantes y gobernados. Por qué? No lo sabemos, es el gran misterio, tal vez tenga que ver con las urgencias de la vida, con las necesidades de la sociedad, como muchos han pensado. Poco importan las razones, de cualquier modo eso no necesita justificarse, es un hecho constante. Pero lo importante es, lamentablemente, que en nuestras sociedades, sólo gobernando, sólo actuando, puede disfrutarse de una libertad humana, política: una libertad que va más allá de la pequeña reserva de libre albedrío de cada uno, que no deja de sufrir el impacto de las decisiones de los que gobiernan, y como mucho puede apañárselas frente a ellas, u organizarse con otros para resistir... 10. Es mérito de marxistas críticos como Gramsci, Althusser, etc., haber reconocido cierta autonomía de la superestructura. Pero sería un mérito aún mayor dejar descansar en paz a la jerga marxista. 11. Aunque haya que repetirlo mil veces, no vivimos en Estados democráticos. Quienes gobiernan, en nuestras sociedades (y esto hablando en el teatro limitado de la política, sin considerar el gobierno en la sombra de la ley de la mercancía), no son los pueblos, son los gobernantes. Es decir, los ricos, los grandes, los sabios, los poderosos. Por muchas vueltas que se quiera dar al asunto, en estas democracias no gobiernan los plebeyos: gobiernan los patricios. El mando viene de arriba, no de abajo. Y totalmente al margen de toda consideración abstracta sobre la ley de la mercancía, es políticamente una obviedad que el gobierno de los pocos favorece a la expansión del capitalismo. 12. Así, la democracia, la democracia “social”, o como la llamaban en el siglo XIX la “república democrática y social”, no pueda imaginarse sino como una inversión completa de los Estados democráticos en los que vivimos. Esta inversión puede expresarse muy simplemente: los gobernantes comienzan a ser gobernados. Pero eso no tiene que significar necesariamente que los gobernados pasen a ser gobernantes. La cuestión esencial es que los gobernantes sean gobernados: es decir, que el gobierno sea un verdaderamente un servicio, y esto políticamente, realmente, controlado por leyes, instituciones, fuerzas públicas, no apenas en la moral de los gobernantes. La política, y por tanto la libertad, se vuelve una cosa que pertenece a los no gobernantes, y a los gobernantes sólo toca el servicio público. De ese modo podría en principio separarse la acción del gobierno, y así vivir ese tipo de vida política simple y plena que actualmente sólo conocemos precariamente por nuestra participación en los movimientos de resistencia que se oponen al orden de cosas existente. 13. Esa situación se parece a lo que la tradición marxista llama dictadura del proletariado. Y en efecto, en eso consistiría una política socialista. Pero la expresión dictadura del proletariado está demasiado asociada a la dictadura de una clase, cuya unidad de interés o de voluntad le viene de ser representada por un partido, y por tanto a la dictadura de un partido. Tal vez por eso conviene más llamarla simplemente “democracia”, lo que es simplemente fiel a la palabra. Y como han mostrado quienes recientemente han exigido e investigado un contenido real de la palabra democracia, la forma partido, tanto en sus vertientes más cerradas como más abiertas, es completamente inapropiada para expresarla. 14. Todo bien, pero cómo hacer, cómo comenzar? En este tablero no hay una sola sino innumerables piezas. Pero por ejemplo, del modo más evidente, puede practicarse el viejo adagio de servir al pueblo; es decir, uno puede ponerse en la posición del gobernante servidor. Esa posición podría ser la de Podemos, en la situación española y europea actual. Pero eso implica, una vez más, no sólo declaraciones de buena voluntad, sino formas de organización reales que obliguen a ese servicio, y ese tipo nuevo de gobernantes que sólo deseen la libertad para el pueblo, no para ellos. Una libertad que me incluye también a mí, pero no en tanto que gobernante, sino en tanto que uno más del pueblo. 15. Y esto último implica, a su vez, practicar una última sustitución, del lado de los marxistas: el del principio de la ciencia por el de la igualdad de las inteligencias. Es decir, dejar de ser marxista en cierto modo, dejar de pensar que uno es quien sabe. Pues si no, es imposible mantener la confianza en la gente, y es imposible por tanto la política de servir al pueblo. Y esa confianza a menudo es lo primero que se pierde, en las carreras políticas. Así, muchos políticos marxistas se consideran a sí mismos príncipes modernos, príncipes científicos o sabios. Pero Maquiavelo ya mostró que los pueblos tienen más virtu que los príncipes, incluso que el príncipe más virtuoso en el sentido político de la palabra. 16. Pero esa virtud que Maquiavelo reconoce al pueblo no significa creer que el pueblo siempre es bueno, o que siempre tiene la razón, sino que en el mundo inestable de la política, el pueblo siempre acaba por ser mejor que los príncipes, y el pueblo siempre acabar por tener más razón que ellos. Significa simplemente considerar, si uno adopta la posición del príncipe, y ya sin ningún saber particular que no sea la misma capacidad de ejercer el pensamiento que tiene cualquiera, que el pueblo es bueno o malo como yo soy bueno o malo, que el pueblo es razonable o insensato como yo soy razonable o insensato, y en fin que todo el mundo es igual políticamente y tiene humanamente igual capacidad. Lo que, por otra parte, además es verdad. Yo no voy a votar mañana. Y no es porque pretenda practicar alguna abstención activa, pues sé que mi “acción” de no votar no va a tener la más mínima repercusión: apenas figurará en una estadística anónima, diluyéndose en el porcentaje, muy elevado por lo que parece según las encuestas, de todas las personas anónimas que no van a votar mañana (todos esos imbéciles que “se quedan en su sofá”, según la expresión reciente de un candidato de un partido de izquierdas), y dejará las cosas como están, en cuanto a los repartos de poder de los diferentes partidos. Tampoco soy un militante de la abstención, ni me parece que siempre la elección sea necesariamente, como dijo Sartre, “une piège à cons”. Aunque tampoco soy, desde luego, un militante del voto. Realmente si no voy a votar es, creo, porque me resulta bastante indiferente el hecho de votar o no. Y además, viviendo como vivo ahora en un país extranjero, hace falta una gran determinación de votar para cumplir con el conjunto de trámites burocráticos que se requiere para hacerlo (y que en algunos casos ni siquiera aseguran que uno va a poder votar finalmente: ver sobre esto lo que denuncia la Marea Granate). Así que la ausencia de determinación, en el extranjero, le arroja a uno automáticamente al no voto. Pero aunque no vaya a votar eso no significa, creo, que la política me resulte indiferente, sino lo contrario. Y eso es lo que me gustaría argumentar, si puedo. Ya que se me acusa de ser uno entre tantos de esos imbéciles que se quedan en su sofá, creo que tengo derecho a defenderme. Ahora, está claro, vivimos tiempos de fiebre electoral. Es difícil no ceder a ella, especialmente en el ciclo que comienza ahora con estas europeas, en el que han aparecido varios nuevos partidos, y parecería entonces que esta vez sí hay alternativa, y que uno puede colaborar en que se vaya conformando poco a poco, en paralelo al crecimiento de estos partidos, una hegemonía social nueva. Además, el movimiento “social” autónomo, o en fin, las alternativas radicales a la política electoral, parece que están en horas bajas, tras su irrupción espectacular en el 15M. Todo este tipo de argumentos, repetidos una y otra vez en estos días, me parecen realmente convincentes. Todos parecen exigir la decisión de votar por uno de los nuevos partidos. Y entiendo perfectamente a la gente que lo hace, lo comparto y me alegro. Pero aún así, yo no voy a votar; y esto, incluso, aunque ahora mismo no vea muy claro qué más se puede hacer a un nivel colectivo. Por eso sólo quiero argumentar un poco, aunque sea para mí, mis razones para no votar, de un punto de vista completamente “individual”, o más bien, desde la soledad. Recuerdo, durante el 15M, la reacción común y habitual cuando uno de los que ahora son líderes de uno de los nuevos partidos cogía el megáfono en una asamblea: “ya volvemos con las viejas arengas”... Permanece para mí muy vivo el rechazo y el aburrimiento que provocaba esa manera de concebir la política, toda esa retórica vacía, separada de la acción. Cuando aparecía, era como un paréntesis en un proceso que no tenía absolutamente nada que ver con eso. Según puedo entender, los partidos políticos no expresan ni representan a los movimientos sociales: ponen en marcha otra idea de la política. Es una idea según la cual lo que hay que hacer es despertar, concienciar, educar, hacer que la gente espabile y se levante de su sofá. En el fondo, se basan en la idea de que siempre que se actúa se sigue a alguien: se basa en el desprecio. En Podemos, hay que seguir a la figura mediática; en el Partido X, a los expertos. Eso no lo puedo compartir, pues en ocasiones he visto lo contrario, he visto que la gente no seguía a nadie sino que comenzaba por sí misma, en el 15M por ejemplo. Pero estos partidos son contradictorios, pues también mantienen una confianza en la gente. Y eso es lo que ha dado esperanzas a muchas, en un momento bien difícil. Esto es importante y merece respeto. El problema o la contradicción de Podemos, por ejemplo, se puede plantear en términos clásicos: quiere ser al mismo tiempo el partido leninista y los sóviets. En la historia, esta combinación nunca ha resultado, pero quién sabe. En todo caso, yo no creo en ella. Si todo se monta a partir del discurso y la imagen de una o dos personas, no sé cómo esas una o dos personas no van a acabar siendo imprescindibles y no van a acumular el poder, especialmente si el partido empieza tener poder institucional realmente. Yo en todo caso no quiero una monarquía, aunque sea socialista. Y creo que lo mejor que puede hacer un “líder” que ya exista es preparar su desaparición cuanto antes. La cuestión de las primarias, a este respecto, no creo que tenga mayor importancia: y, aparentemente, no la ha tenido. Por eso me parece que, aparte de si uno vota o no, lo más importante es trabajar por el otro lado, por el lado de la otra política, por el lado de los “sóviets”. En el mejor de los escenarios futuros imaginables, si alguno de los partidos nuevos o no tan nuevos o alguna nueva coalición empieza a acceder a posiciones de poder dentro del orden actual, y si sigue manteniendo alguna confianza en el pueblo, habrá algún tipo de referéndum. Creo que en ese momento habría que estar preparadas para luchar por que ese referéndum se haga de modo deliberativo, y no apenas pudiendo elegir apenas mediante el voto, sin discusión, entre dos o tres opciones decididas “desde arriba”. Y que si se llega a una consulta de tipo deliberativa, y por tanto la gente se organiza en secciones, o asambleas (sin que importe mucho el nombre, sino el principio de deliberación colectiva, y no sólo de voto), luchar igualmente para que esa organización popular se mantenga, y llegue a ser un modo habitual de gobierno. Creo que eso es algo que se puede hacer, y que yo al menos quiero hacer. Seguir con interés y respeto las evoluciones de los partidos nuevos, pero manteniéndose al margen de la lucha electoral. Seguir luchando, si se puede, a un nivel más local y específico. Pero al mismo tiempo ir investigando las formas, la mecánica gubernamental, de algún tipo de sistema de legislación directa. Legislación directa, es decir: organización del poder democrático no sólo como un poder de control de los gobernantes, sino como un poder de iniciativa, de acción, de los ciudadanos mismos, que son quienes hacen la ley. Y eso con la perspectiva de acabar realmente con la separación entre gobernantes y gobernados, y de poner en marcha por tanto una comprensión completamente distinta de la vida política. Es decir, mientras unos se ocupan en conseguir que todos les sigan, aunque sea a un lugar al que nosotras también preferiríamos ir, preparar las formas de una vida política en la que nadie esté obligado a seguir a nadie. Por esto último sí tengo claro que quiero luchar, y sé que nunca lo voy a conseguir votando. Badiou, en una conferencia reciente (en el Instituto del Mundo Árabe), ha vuelto sobre algunos análisis de 2011, que figuraban en el libro, “escrito en caliente”, El despertar de la historia. Especialmente en lo que concierne a la situación de Egipto. En el fondo, decía, lo que hemos visto en Egipto es una revolución en el sentido puramente astronómico, en la que la relación de los planetas entre sí, tras algunas rotaciones, vuelve a su estado inicial. O una mala dialéctica, en la que la doble negación vuelve a traer la primera afirmación, sin ninguna transformación. Primer acto: irrupción de la multitud en Tahrir, que derroca el régimen militar de Moubarak. Segundo acto: elecciones libres, que llevan al poder a Mursi, y básicamente, por tanto, a los Hermanos Musulmanes. Tercer acto: golpe de Estado, que sitúa en el gobierno a una autoridad militar. Ese proceso es simplemente lamentable. Pero lo interesante de la conferencia de Badiou no es señalar lo que de todos modos cada uno sabe ya perfectamente. Más significativo es su esquema según el cual la situación histórica y mundial hoy no se deja resumir en una sola contradicción, sino al menos en dos: la de lo viejo y lo nuevo, y la del capitalismo y el comunismo. El “deseo de Occidente”, que según él es lo que vuelve extremadamente complicado que el porvenir de las revoluciones árabes no sea como mucho otra cosa que lo que ya tenemos en Europa y el resto del “mundo libre”, consiste en la afirmación de que la única relación posible entre esas contradicciones es la de lo nuevo (el mundo occidental, civilizado, de garantías sociales, derechos humanos...) y el capitalismo. Los socialismos de Estado no han ayudado mucho a ese respecto, ciertamente. La cuestión sería entonces trabajar en volver a hacer del comunismo algo moderno, sin lo cual sería imposible según Badiou que se volviera algo deseable para los pueblos. Esto, por otra parte, está lejos de ser algo dado. Toda la discusión reciente en torno a los comunes, que tiene lugar precisamente en el mundo moderno, en Occidente, no puede decirse que vaya a dar automáticamente una nueva fórmula de esta alianza del comunismo y la modernidad. Se parece más bien a todo el primer socialismo utópico, al romanticismo de Fourier o sobre todo de William Morris, que fundaban sus utopías en alguna Edad Media alternativa. Pero más generalmente, desde que el movimiento revolucionario pasó a declinarse en las luchas del tercer mundo, en todos los movimientos de liberación nacional con su folclore, y que la palabra resistencia empezó a sustituir a la de revolución como manera de simbolizar la política de emancipación, este proceso seguramente empezó a ponerse en marcha. Y seguramente, también, uno de los últimos testimonios de la unión del comunismo y de la modernidad lo tengamos en los primeros años de la revolución de Octubre, en esa alianza un poco loca, y que duró muy poco, entre todo lo nuevo: el partido de tipo nuevo de Lenin, la organización popular de tipo nuevo de los Soviets, el colmo de la modernidad artística en gente como Vertov, Rodchenko, Tretiakov... Seguramente esa alianza no pueda darse exactamente otra vez de la misma forma. Pero el diagnóstico de Badiou, aunque abstracto, puede ser útil para reflexionar un poco en un momento como el actual, en el que, entre la izquierda más o menos revolucionaria la retórica del tipo “hay que parar el tren en marcha antes de que nos conduzca al abismo” recibe siempre aplausos y es perfectamente consensual. Nos puede al menos recordar que las cosas no son tan simples, que muchas de las críticas marxistas del capitalismo fueron compartidas y enunciadas al mismo por intelectuales reaccionarios opuestos a la Revolución Francesa, y que lamentaban, en efecto, que hubiese en el mundo moderno tanta explosión de individualismo y que echaban de menos las corporaciones medievales y los viejos lazos sociales. Rancière ha mostrado muy bien esto, cómo este discurso crítico se vuelve tan fácilmente reaccionario, precisamente porque en su origen ya era en buena parte reaccionario. Que muchas veces, lamentablemente, el comunismo se haya pensado a sí mismo como un nuevo cristianismo, y los partidos comunistas se hayan organizado como iglesias, también tiene mucho que ver con eso. La unión simbólica del comunismo y lo nuevo, de todos modos, en torno al movimiento obrero, también fue un hecho, durante buena parte del siglo XIX y principios del XX, en el que el capitalismo aparecía realmente como lo viejo (los banqueros parásitos gordos con puros, etc.: exactamente como hoy!). Y es importante preguntarse cómo pudo darse esto, sin caer en facilidades, ir a los documentos, etc. Pero el aspecto más interesante de la conferencia de Badiou es tal vez la reflexión sobre la relación entre legitimidad popular y legitimidad electoral. Esto creo que podría ser útil para pensar lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir en España. La cuestión es la de la discontinuidad entre ambos tipos de legitimidades. En Egipto, eso se vio por la discordancia entre las proclamas tan aperturistas de Tahrir y luego la elección de los Hermanos Musulmanes. Badiou ponía otro ejemplo, que le es muy familiar. Justo tras la aceleración de mayo del 68 (“corre, camarada, el viejo mundo está detrás de ti”), mazazo del viejo mundo, en esas elecciones en las que vence aplastantemente De Gaulle. Cómo es posible que esto ocurra? En España, tras la irrupción en 2011 de una concepción radicalmente popular de la democracia, sin representantes, sin partidos, ahora parece que entramos en el momento inverso de esa triste dialéctica. De no querer ningún partido, pasamos a una situación en el que día tras día surgen partidos nuevos. De no querer representantes, pasamos a la multiplicación de los representantes y de las elecciones en ceremonias de listas abiertas. De repente todos estos partidos nuevos o no tan nuevos compiten por ver quién aparece como más democrático. Pero la democracia significa aquí que todo el mundo pueda presentarse para representante, que todo el mundo pueda votar, que cada voto cuente lo mismo, etc. Se trata de una concepción de la democracia según la cual se trata de pasar de un proceso falso (la habitual mera nominación de personal gubernamental, que ha sido previamente elegido por un pequeño círculo de poder) a un proceso verdadero: la elección real. Pero en fin, con toda esta búsqueda frenética del verdadero proceso, no se sale lo más mínimo de lo más viejo del mundo: que la política consiste finalmente en decidir quién manda. Es decir, que la política es en el fondo dominación (o si se quiere, “liderazgo”, para ser más eufemísticos). Simplemente se multiplica la posibilidad para cada uno de mandar y de elegir quién le va a mandar. Eso me parece lo contrario de lo que mostró Sol (y Tahrir, etc.): que la política es fundamentalmente liberación e igualdad. Vuelve lo viejo, por tanto. Y tal vez en el fondo este proceso no conduzca más que a la recomposición de la izquierda y en general de las alternativas de dominación (PP y PSOE a la derecha, IU y Podemos a la izquierda, podemos imaginar). Nuestra propia revolución astronómica. Esperemos que no, pero yo personalmente no tengo ninguna esperanza al respecto. Luego por otra parte a mí siempre me pareció más curioso el Partido X, aunque no comparta casi nada de lo que dicen. Nació más cerca del 15M, y se nota más en su carácter rara avis, con ese discurso delirante de “venimos del futuro”, esas voces medio robóticas y la cosmética futurista, sus consignas tecnoincomprensibles (Wikigobierno y demás), el anonimato, luego jugando con la idea de representación contratando actores para los vídeos de propaganda. Sin embargo, ese impulso de “partido de tipo nuevo” se fue diluyendo poco a poco: los portavoces dan la cara, luego colocan a un líder mediático... Prácticamente ya sólo mantienen de sus inicios esa cosa tecnocrática y desigualitaria (o de “federación de competencias”, para ser eufemísticos una vez más) que era lo más odioso, que les hace seguir siendo más delirantes que el resto, pues todavía no eligen a sus candidatos, sino que les puntúan según diferentes “criterios objetivos”. Y es que es difícil perseverar en los principios de uno, y más sobre todo cuando la cuestión política central se vuelve la electoral, y el viejo mundo parece vencer sin ningún esfuerzo por su propia fuerza de inercia. Por eso tal vez pueda entenderse esa discrepancia entre legitimidad popular o en la acción y legitimidad electoral o en la elección. Pues en el fondo, la idea de política y de democracia que sostiene a ambos tipos de proceso no tiene ninguna relación. Así, es probablemente inútil esperar que “las urnas reflejen lo que ocurre en la calle”. Ese tipo de frases eran imposibles de pronunciar en los momentos fuertes del 15M. Y especialmente porque la política con la toma de plazas se dividió, había dos políticas, y no sólo una. Pero parece que, por ahora, esa división no ha sido lo suficientemente fuerte o lo suficientemente constante. Lo viejo, en efecto, siempre tiene más posibilidades de vencer, a la larga. No porque sea más fuerte o más razonable, sino porque simplemente es viejo, y en eso consiste toda su fuerza y su razón. Sólo necesita la contribución de nuestra ausencia, nuestra distracción, nuestro dejarse llevar, etc. Por ejemplo, en lugar de la división de la política y, en general, del mundo, del modo de estar juntos, dejar que se explique lo ocurrido como un movimiento social, que está a la búsqueda de expresión política, es decir de partido, de representación, de jerarquización (o “articulación”)... Parece que el 22M también trata de eso, con las consignas más claramente y puramente “sociales”, con la revancha de las banderas... Todo igual pero ligeramente diferente. Muchos a la izquierda se alegran, claro. “Es preciso luchar en las calles pero también en las instituciones”, y un largo etcétera, son frases que siempre parecen muy razonables. Pero en base a ese tipo de frases, el 15M (ni Tahrir) nunca hubieran existido. Pueden traducirse por: “Hace falta igualdad, pero también desigualdad”. Y toda esta multiplicación de partidos, elecciones, candidatos, listas abiertas, etc., toda esta especie de explosión de procesos oligárquicos de selección con apariencia democrática, se produce en torno a unas elecciones que son precisamente las elecciones europeas. O sea, las elecciones de candidatos a un gobierno que no expresa ni tiene la intención de expresar la más mínima legitimidad popular. Hace unos años varias naciones de Europa se negaron en referendum a aceptar la constitución propuesta por la burocracia de Bruselas, pero poco importó, el proceso sigue su marcha, y nuestros gobernantes deben pensar que mediante el adiestramiento sucesivo acabaremos habituándonos. Hoy “la gran ceremonia de la democracia”, que trata de darse un lavado de cara democrático recogiendo el legado de los últimos movimientos populares masivos, se organiza en torno a una entidad política que ningún pueblo ha promovido, y a la que algunos ni siquiera han consentido y la han rechazado explícitamente. A ninguno de los nuevos partidos que se presentan les parece un problema esto? Pero claro, las élites (también a menudo las de izquierda), piensan que Europa es el único camino del futuro. Eso puede ser o no cierto. Pero lo que está claro es que en ningún momento se ha manifestado ningún pueblo europeo. Pura democracia, por tanto. Muchos dirán, sin duda, que todo esto es purismo 15M o cualquier cosa así. A mí me parece al contrario que la única cosa a lamentar es que hasta ahora ninguna organización haya conseguido mantener una mínima fidelidad a lo que ocurrió entonces. Pero también es verdad que los procesos históricos no son en absoluto inmediatos, y crear una cultura política nueva no es tan simple. También puede haber perfectamente, como ha habido, bifurcaciones súbitas e inesperadas. Y sabemos que hay personas muy diversas que trabajan en esta dirección, tratando de vivir en un tiempo político propio, fuera de esas prisas del teatro electoral que hacen precipitar las voluntades de transformación hacia lo viejo. El problema es que a veces nada de eso se ve. Pero tampoco es tan grave, según escribió Pasternak: “Nadie hace la historia: no se la ve, como tampoco se ve crecer la hierba.” |